La SabinaEn el resistero de finales de junio el canto de las cigarras daba voz al pajizo monte monegrino; el pedregoso camino se abría paso entre rastrojos y pinos polvorientos, la caza permanecía a resguardo y el pálido cielo amortajaba el horizonte de lomas cenicientas. Tomillos, romeros, abozo, hinojo, malvavisco y demás briznas abrasadas inmolaban sus deletéreos aromas en aquel paraíso crepitante y la candente tierra exudaba el vaho de sus entrañas dejando desfallecido el paisaje, agotado por la insolencia de un vigoroso sol que no cesaba de lanzar potentes dardos. Aquel secarral descarnado me pareció un viejo mar desecado que, cansado de dar vida, quería sestear. Reaccioné, no podía muy estar lejos. Subí una pendiente y por fin la vi: vieja y victoriosa, mellada por algún rayo en su antiguo esplendor y coronando de verde aquel remanso de tierras estériles. Después de muchos años, seguía esperándome la milenaria Sabina.