El otro día leí una crítica de la peli de Rick Gervais -desde el décimo dry martini de Winston Churchill y desde El sentido de la vida de los Monty Python, lo mejor que le ha pasado al humor inglés- en la que vi escrito el palabro posthumor.
Posthumor. O poshumor, no recuerdo bien. Posthumor puede ser el mago malvado de una novela fantástica (“¡Nuestras huestes de elfos arios vencerán a los hebraicos y cabalísticos secuaces del oscuro Posthumor! Los internaremos en parajes aislados y fabricaremos jabón con sus adiposidades”, diría Aguafiestor, el rey de Amarguia). O un trocito de tejido cancerígeno que el cirujano no ha podido extirpar (“Lo siento mucho: no le propondría una nueva operación para limpiar el posthumor si no se me hubiera caído la alianza de matrimonio en su abdomen en la primera. Entiéndame, debo recuperarla”).
Quizá es esa sensación de relax que te deja una buena carcajada en el diafragma, o la orina manchando tu ropa después de una jartá de reír (vulgo, mearse de risa).
Posthumor, más allá del humor.
¿Qué hay más allá del humor? ¿Alguien ha visto el final del Arco Iris?
A ver, no es que Ricky Gervais vaya más allá del humor, es que utiliza el humor como una herramienta. A él no le interesa contar un chiste, sino que el chiste ayude a modelar una historia. No se queda en el gag ni en la carcajada. Tanto en The Office como en la maravillosísima Extras, lo que busca Gervais es parodiar una sociedad patética y miserable. Un retrato del fracaso. Por eso, quien busque un repertorio de gracietas en las series de Gervais se va a llevar un chasco y, muy probablemente, acabará con mal cuerpo y maldiciendo el mundo en el que vive.
Tragicomedia, que decían Calisto y Melibea. Bueno, en realidad, lo decía la Celestina: los dos tórtolos no le acabaron de ver la gracia a la historia.
¿Saben ustedes que tenemos un posthumorista a lo Rick Gervais en España? Para mi gusto, tan bueno como Gervais. Aunque, como es español, no es ni el 5% de popular y relevante que el inglés. Mientras el autor de Extras es uno de los tíos más conocidos y admirados del orbe anglosajón, el nuestro culebrea todavía en ese terreno de nadie entre el underground (que ya ha abandonado por desborde) y el mundo de las majors (que se resisten a abrirle las puertas de par en par, y eso que estuvo nominado para un Oscar).
Se llama Nacho Vigalondo, y el hecho de que no lo tengamos hasta en la sopa y de que siga siendo un tío de culto dice muy poco de este país tan pagado de sí mismo. Nosotros somos más de Belén Esteban. Peor para nosotros.
Vigalondo es un tipo incapaz de hacer un chiste y quedarse en él: sus gags son tragicomedias, dejan un regusto amargo e incómodo. Hablan del fracaso, que es uno de esos temas universales que no se agotan, que siempre encuentran reescrituras. Sus dos primeros cortos (7.35 de la mañana y Choque) prometían lo que Álex de la Iglesia quería dar pero no era capaz.
Una de las últimas cosas que ha hecho se titula El monologuista mierder, para Muchachada Nui.
Cómo juega con la incomodidad, alargando los tiempos, machacando al pobre monologuista. Cómo convierte en pesadilla lo que parecía un gag inocente.
¿Es eso posthumor? No, señores: eso se llama talento.