Cuando dos budistas se encuentran, tarde o temprano sale la cuestión de cómo lleva cada uno la práctica de la meditación. La respuesta más habitual es: “Hace que no medito X”, siendo X cualquier cantidad de tiempo entre los tres meses y la eternidad. Si uno de ellos dice que medita, caben dos posibilidades. La primera es que, movido por la culpabilidad, haya empezado a meditar el lunes pasado y ahora estemos a miércoles. Sólo hay que esperar al viernes para que revierta a la condición natural de no practicar. La otra es que mienta como un bellaco.
Esto corrobora lo que decía mi amiga Berna de que lo normal es no practicar. Y es que hacen falta muchas ganas para sentarte quince minutos en una postura incómoda, en la que enseguida se te duermen las piernas, para hacer algo tan fascinante como centrar tu atención en el roce de tus dedos. Es como con las dietas. Sufres un montón para unos resultados muy paulatinos que sólo apreciarás al cabo de varias semanas de sufrimiento. No, es peor que las dietas. En una dieta al menos tienes la báscula que te va informando de tus progresos. Aquí los progresos son subjetivos. ¿Cómo medir la paz interior que va desarrollándose y cómo distinguir si es por la meditación o por el lexatin que te acabas de tomar?
A veces he discutido con compañeros de la sangha sobre cuál es la mejor condición para comenzar a meditar. Cuando la vida te sonríe, estás que te sales del mapa y en lo último que piensas es en sentarte en un cojín durante quince minutos para aprender cómo funciona la mente. En esos momentos estás convencido de que tu mente y tú sois la mamá de Tarzán, así que no hay nada más que descubrir. Cuando la vida te da un buen palo, estás demasiado hundido en la miseria como para tener ánimos para sentarte a meditar. Sabes que como te sientes, se te vendrán a la cabeza todas las desgracias por las que estás pasando y más que hacer el mudra de la ecuanimidad, necesitarás que alguien te acerque un lexatin.
La condición perfecta para ponerse a meditar es aquella en la que ni estamos encantados de habernos conocido ni estamos hundidos en la miseria. Buda comparaba a las personas con los caballos de carreras. El caballo listo sólo necesita ver la fusta del jinete para echar a correr. El que es un poco más tonto, necesita un fustazo un poco fuerte para hacer lo propio. El verdaderamente lerdo, necesita que le hagan sangre con la fusta para ponerse en marcha.
Para unos el acicate para meditar será una vaga insatisfacción con la vida que llevan, la sospecha de que hay algo más. Éstos son los listos. Otros necesitarán un par de semanas de estrés en el trabajo para darse cuenta de que necesitan meditar. Éstos son algo menos avispados. Y unos terceros necesitarán una ruptura amorosa o perder el empleo, para retomar la práctica.
En los raros momentos de tu vida en los que estás practicando, puedes hacerte estas reflexiones. Y también te haces una pregunta un poco más complicada: y ahora que he cogido el tranquilo y me he puesto a meditar con regularidad, ¿cómo hago para no parar?