¿De verdad podemos afirmar que vivimos en el estado del bienestar?
¿De verdad estamos haciendo tan bien las cosas y gestionando nuestros proyectos con mayor profesionalidad que en los países que consideramos inferiores en calidad de vida y de servicios?
Hasta hace una década, todo nos podía haber hecho pensar que realmente era así, salvo por el detalle de que vivíamos encerrados dentro de una burbuja que no nos permitía ver con mayor claridad y nos impedía ser conscientes de lo que realmente estaba aconteciendo a nuestro alrededor.Fueron años en los que todos nos atrevimos a estirar más los brazos que las mangas y en que nos creímos todos iguales a la hora de tirar las casas por las ventanas. Años en que nos permitíamos el lujo o el despropósito de rechazar ofertas de trabajo que no considerábamos dignas de nuestros egos y en que vivíamos con la misma despreocupación que si no tuviese que llegar un mañana. Pero ese mañana llegó y nos cegó con la luz de su cruda realidad. Una realidad que vino a devolvernos a cada uno a nuestro lugar y que acabó imponiéndonos su austeridad y su mucha y desagradable letra pequeña.Transcurridos casi diez años desde el inicio de aquel tsunami, hay quienes afirman que ya hemos superado la crisis y que las cosas nos vuelven a ir bien. Tanto que los especuladores del ladrillo parece que se están atreviendo a inflar una nueva burbuja inmobiliaria. Ahora ya no se trata de vender muy por encima del valor real de las viviendas, sino de alquilarlas a rentas prohibitivas para sacarle la mayor rentabilidad a eso de invertir en bienes inmuebles. Lejos de haber mejorado, el mercado laboral en el que todos acabamos jugando un papel determinante, dista mucho de encontrarse en su mejor momento. Por el contrario, muchos firmaríamos por regresar a las condiciones laborales que teníamos antes del estallido de la burbuja, durante los años previos a la crisis. Años en los que se hablaba de mileuristas para referirse a los que cobraban menos. Doce o quince años más tarde, un mileurista ha pasado a considerarse un privilegiado, pese a que su nómina no le dé para alquilar un piso ni para vivir de forma autónoma sin recurrir al auxilio de sus progenitores. Ya no hablemos de pedir una hipoteca ni de plantearse formar familia.
¿Qué clase de estado del bienestar se puede defender desde la política cuando se ningunean reiteradamente sus pilares más vulnerables?
¿De verdad es más urgente adquirir submarinos que no flotan que procurar que muchos niños de esta parte del mundo que consideramos de primer nivel dejen de estudiar en barracones prefabricados?
¿De verdad le podemos vender a un jubilado que se ha pasado toda su vida cotizando que cualquier político de tres al cuarto tiene más derechos y más privilegios que él?
Hace unos días saltó a la palestra la noticia de que, en una determinada región autónoma, las mujeres que deciden abortar por la seguridad social antes de las doce semanas de embarazo, tienen que pagarse la anestesia de su bolsillo, por considerar que no es algo imprescindible. Hace unos años, veíamos como en otra comunidad autónoma se implantaba el copago de los medicamentos, habiendo que abonar en las farmacias un euro por receta y teniendo que pagar más en función de los ingresos de cada uno.Por no hablar de las listas de espera, de las salas de hospitales cerradas durante algunas épocas del año o de la derivación a centros concertados para todo tipo de pruebas o intervenciones.¿Cómo puede resultarle más rentable a las arcas públicas derivar pacientes al sector de la medicina privada que construir nuevos hospitales o centros de asistencia primaria?Cuesta creerlo, pero tiene una explicación: precarización de la sanidad, que viene derivada de las reducciones de plantilla, del aumento de las guardias médicas y de la prestación de servicios menos cuidadosos, que se limitan a tratar síntomas pero no a las personas que los padecen. Lo mismo ocurre con la educación. Cada año disminuyen las plazas que se ofertan en colegios públicos para determinadas franjas de edad. En contraposición, aumentan las plazas en las escuelas concertadas. Este hecho puede tener ciertas ventajas para esos alumnos, pero puede conllevar también serios inconvenientes si se sienten distintos a los alumnos cuyos padres optan de entrada por una educación privada. Aunque compartan los mismos materiales en el aula y estudien los mismos contenidos, unos tendrán la oportunidad de continuar sus estudios en ese sistema, pero muchos de los otros no, porque sus padres no podrán costearlos cuando llegue el momento de pasar al instituto. Para cualquier niño o adolescente, mantenerse unido a su grupo de iguales es fundamental.Hay otra serie de servicios que también se han ido precarizando cada vez más en los últimos años. Son los servicios que cada ayuntamiento, comunidad autónoma o el propio estado central licitan para que ciertas empresas de diferentes sectores de actividad opten a su adjudicatura. Las grandes obras públicas, la limpieza de nuestras calles o la vigilancia privada de nuestros aeropuertos serían algunos de esos servicios que las distintas administraciones externalizan para que sean empresas privadas quienes los gestionen. Si estamos atentos a las noticias, no es raro que haya un día en que no se hable de algún caso de corrupción en este país en el que no esté implicada alguna de las empresas o consorcios que cubren estos servicios. Porque, a la hora de adjudicar estas concesiones a ciertas empresas, no siempre se tiene en cuenta la calidad del servicio que ofrecen, sino la reducción de costes y qué tipo de favores se le deben al dueño de esa empresa o al presidente de esa compañía. Si un servicio te acaba costando menos externalizándolo que cubriéndolo directamente, sólo se explica de una manera: el gran perjudicado es el trabajador que va a prestar finalmente ese servicio a un precio mucho más bajo y en unas condiciones bastante más penosas. A veces sorprende que se licite un servicio a una empresa que luego incremente mucho más el coste final de ese servicio o cuyo responsable desaparezca de la noche a la mañana dejando el trabajo sin terminar y a los trabajadores sin cobrar. Desde la administración, ¿no se deberían pedir referencias de las empresas que optan a cubrir sus servicios y asegurarse de su solvencia, de la calidad de sus proyectos y de su seriedad? Cuando se trata de destinar una partida del dinero de todos los contribuyentes para costear una serie de servicios públicos, ¿no deberían esos políticos que, teóricamente, han recogido nuestra confianza en las urnas mostrarse mucho más precavidos? ¿O es que en lo público puede meter la mano todo el mundo y repartírselo como mejor le convenga sin rendir cuentas a nadie?
Estrella PisaPsicóloga col. 13749