Nunca he sido partidario de los premios Max. Desde el principio me han parecido erráticos y en muchos sentidos incoherentes. El sistema de votación sigue siendo un enigma después de trece ediciones; nadie es capaz de decir cuántos de los socios de la SGAE (en teoría, el cuerpo electoral) votan, ni si tienen que justificar de algún modo que han visto los espectáculos votados... Porque resulta incomprensible, por ejemplo, como así ha sucedido en alguna edición anterior, que gane el premio al mejor espectáculo de danza un trabajo que ha tenido únicamente una docena de representaciones en teatros, además, de pequeño formato. No tiene sentido tampoco mezclar churras y merinas y que compitan espectáculos vistos únicamente en Madrid con otros únicamente vistos en Barcelona. Resulta frustrante para artistas y compañías ver como año tras año se repiten los mismos nombres y Animalario es un claro ejemplo. Eso no quiere decir que “Urtain” no merezca los galardones logrados, porque es un espectáculo extraordinario -aunque dar nuevamente a la compañía el premio a la mejor empresa privada por un trabajo coproducido con una entidad pública, el Centro Dramático Nacional, es sospechoso-. No puede entenderse tampoco que, si se quiere que estos premios sean la referencia del teatro español, se excluya a determinadas producciones (fundamentalmente, los grandes musicales) por el hecho de que no coticen a la SGAE. Sería bueno que se tuviera un poco más de generosidad. Los responsables de la SGAE (encerrados en su torre de marfil desde hace tanto tiempo) deberían reflexionar sobre estas y otras muchas cuestiones si no quieren que la erosión del descrédito termine por acabar con estos galardones; lo que, por otra parte, no sería tan grave. En la imagen, Roberto Álamo en el momento de recoger su premio como mejor actor. Foto: Ángel de Antonio