Pues ya hay nuevo premio Nobel de literatura, y, como cada año, no es Murakami; y, como cada año también, o casi, es alguien de quien nada puedo decir porque nada sé, ni siquiera que existiera. Es como un chiste recurrente, cansino a fuerza de repetitivo. Bueno, son dos chistes.
El galardonado, Abdulrazak Gurnah, setenta y tres años, tanzano de origen, quizá escriba tan bien que merezca el Nobel; no tengo ni idea. Pero, si se lo han dado porque este año tocaba un africano (que la Academia Sueca elige más por cuotas que por calidad literaria es una sospecha quizá maliciosa, pero muy extendida) la elección viene con trampa, porque Gurnah vive en Londres desde sus tiempos de estudiante, y escribe en inglés. Vamos, que, en realidad, es un británico de piel oscura. Y en Tanzania no le conoce ni su padre; o, al menos, eso asegura Chema Caballero, editor especializado en literatura africana que recién ha llegado de allí.
Alfred Nobel quiso que el premio se diera, cada año, «a quien hubiera producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal». No se tomó la molestia de aclarar cuál era “la dirección ideal”, pero la lista abunda en ausencias de obras “más destacadas”, y también en presencias de rimbombantes nombres que, con el paso de los años, han caído en un olvido justo y merecido. No me voy a acordar de ellos (bueno, ni yo, ni nadie), no vale la pena. Pero, como cada año por estas fechas, me da por acordarme de los del primer grupo: la insigne lista de los premios No-Nobel. Ahí van quince.
Lev Tolstoi – Murió en 1904, cuando la Academia Sueca ya llevaba repartidos tres premios Nobel de literatura, desperdiciando así la oportunidad (por primera vez, pero no, ni mucho menos, por última) de galardonar a uno de los escritores más importantes e influyentes de su época, si no el que más. Lo que es peor: Tolstoi es uno de la media docena de escritores que todo el que pretenda ser escritor debería leer en profundidad y con arrobo. Y no voy a hacer sangre señalando que tampoco Dostoievski y Chéjov, los otros dos gigantes rusos, lograron el Nobel, porque ya habían muerto cuando se instituyó. Y la Academia no galardona cadáveres.
James Joyce – escritor amado hasta el delirio por algunos, y odiado por otros de la misma forma (todos esos que se cabrean mucho porque nunca han logrado acabar de leer el Ulises) es, sin embargo, incuestionable que en la historia de la literatura hay un antes y un después de Joyce, como también lo es que su sombra sobre toda la literatura posterior (incluso en la perpetrada por escritores que lo odian) es muy alargada. Pero, probablemente, los académicos suecos se cuentan entre los que nunca lograron acabar de leer el Ulises.
Marcel Proust – Como Joyce, en algunos suscita desmedida reverencia, y en otros, vehemente rechazo. Y es que enfrentarse a unas cinco mil páginas en las que un joven hipersensible se dedica a reflexionar sobre su vida mientras moja madalenas en el té en casa de su tía aristócrata no es proeza al alcance de todo el mundo. Pero las cosas son como son, y nadie puede negar que, como en el caso de Joyce, en la historia de la literatura (incluso en la de la filosofía, y la estética) hay un antes y un después de À la recherche du temps perdu, y su influencia en toda la literatura posterior, tanto la de admiradores como la de detractores, es innegable.
Virginia Woolf – Con ella (o, mejor dicho, sin ella) la Academia Sueca desperdició dos oportunidades: una, la de premiar a uno de los escritores más importantes de su generación y uno de los más influyentes para las posteriores (algo que se ha convertido en costumbre). Y la otra, la de premiar a algún escritor del sexo femenino, que ya empezaba a tocar, aunque candidatas no faltaban, nunca le han faltado. Décadas más tarde, y con la lista de los Nobel convertida en un campo de nabos, algunos de valor muy discutible, la Academia trató de paliar esta carencia sobreactuando, y empezó a repartir premios a mansalva entre escritoras que, a veces, eran muy conocidas en su casa a la hora de comer, y muy leídas por su abuela y su tía Enriqueta. Cierto es que en la lista de los Nobel hay escritores hembra que se lo merecen, pero no es menos cierto que también los hay cuyo principal valor literario es ser mujeres. Aunque en eso, al menos, llevan cierta ventaja a algunos escritores macho de la lista, cuyo principal valor literario es… vete a saber. En todo caso, la sobreactuación de la Academia llegó tarde para la pobre Virginia, cuyos méritos literarios eran evidentes e incuestionables.
Franz Kafka – A la Wikipedia me remito: califica su obra como “una de las más influyentes de la literatura universal”. Aunque debo decir, en descargo de la Academia, que lo que publicó en vida fue poco y tuvo poca difusión; su (muy merecido) prestigio se cimenta, sobre todo, en la obra póstuma que su amigo Max Brod publicó mientras Franz criaba malvas. Y ya se sabe que la Academia Sueca no cuelga medallas a los cadáveres.
Federico García Lorca – Cierto es que alguna vez entró en la quiniela de los novelizables, y no es menos cierto que murió (bueno, le mataron) tan joven que poco tiempo tuvo la Academia para reconocer sus méritos, pero estos son tan grandes como para convertirlo en uno de los poetas más importantes e influyentes del siglo XX. No, la poesía no volvió a ser lo mismo tras el paso de Lorca. Y eso es algo que, en el siglo pasado y a ese nivel, sólo lograron, además de él, Konstantin Kavafis y Allen Ginsberg. Bueno, y quizá también Bob Dylan. De los cuatro citados, por cierto, el único que se llevó el Nobel a casa fue este último. Precisamente, el más discutible.
Yukio Mishima – Personaje exagerado y polémico en su vida personal, es también autor de una obra fascinante, a ratos desconcertante y siempre enormemente,poética. Mishima es, quizá, el mejor escritor de la literatura japonesa, en la que los buenos escritores nunca se han echado en falta. Durante muchos años fue el eterno candidato frustrado al Nobel, un dudoso honor que, en la actualidad, ha heredado su compatriota Haruki Murakami. Muchos creían, quizá él mismo también, que estaba llamado a ser el primer japonés en ganar el Nobel de literatura. Pero, para sorpresa de todo el mundo, ese honor recayó en su amigo, y ocasional amante, Kawabata Yasunari, un escritor del que hoy en día no se acuerda casi nadie, ni siquiera en Japón, y cuya obra muestra tanta influencia de su amigo y ocasional amante que se le puede considerar un sucedáneo de Mishima. Quien, tras ver el Nobel en manos de Yasunari, tuvo meridianamente claro el mensaje que la Academia le estaba enviando: ya se lo hemos dado a un japonés, así que la cuota está cubierta y deja de dar la murga, porque lo verás, pero no lo catarás. Entonces organizó un aparatoso suicidio, por el que es casi más famoso que por sus novelas. Lo cual es una gran injusticia, porque son excelentes.
Patricia Highsmith – Otra mujer, y esta ni siquiera aparecía en las quinielas. Aunque casi desde sus primeras novelas resultó evidente que disponía de un bisturí literario notablemente afilado, y adecuado, para diseccionar el alma humana, y era firme candidata a ingresar en el olimpo de los escritores cuya influencia se extiende mucho más allá de su ámbito y su época. El tiempo no ha hecho más que confirmar esta primera impresión. Pero para la Academia Sueca era culpable de un imperdonable pecado: escribía novelas policiacas, de entretenimiento, y eso no es literatura seria. Muy lerdo tiene que ser el que, tras leer una novela de la Highsmith, crea salir indemne, sin llevarse más que un rato entretenido. Pero así son los ilustres académicos suecos.
Jorge Luis Borges – Hay tres escritores que cambiaron la literatura en español para siempre, y de rebote, la universal: uno es Miguel de Cervantes (a quien el Nobel le pilló considerablemente lejos), el otro es Borges y el otro será el siguiente en esta lista. Como Mishima, Roth y Murakami, Borges ostentó en vida el extraño honor de ser el eterno candidato ignorado al Nobel. Él se lo tomaba con mucho sentido del humor. Se reía mucho, mientras veía –bueno, es un decir– cómo, año tras año, recibían el premio escritores de todo el mundo que le tenían a él como a uno de sus maestros.
Julio Cortázar – Todos, absolutamente todos, los escritores en lengua española menores de sesenta años son, en mayor o menor medida, discípulos de Julio Cortázar. Aunque no lo sepan, aunque no quieran reconocerlo o reconocérselo a sí mismos, y aunque lo hayan leído poco. Incluso, aunque no lo hayan leído. Porque su influencia es tan grande y está tan ramificada, que les habrá llegado desde muchas otras fuentes. A ese grupo, el de los discípulos de Cortázar, habría que sumar buena parte de los escritores en otras lenguas, y una cantidad no despreciable de escritores mayores de sesenta años. Pero eso no pareció impresionar a la Academia Sueca. Quién sabe, quizá les entrara miedo de que en la ceremonia de entrega del premio les saliera con alguna cronopiada de las suyas.
Graham Greene – En cierta ocasión Gabriel García Márquez, lector y admirador de Graham Greene, le preguntó a éste por qué creía que el premio Nobel se le resistía. Porque los de la Academia Sueca no me consideran un escritor serio, le respondió Greene. Años después, tras recoger él mismo el Nobel, Gabo le hizo la misma pregunta al presidente de la Academia, que se lo había entregado. Y obtuvo, aproximadamente, la misma respuesta. Sí, Greene analizaba el alma humana como pocos, y como pocos plasmaba el conflicto entre fe y razón; y como el mismo Gabo reconocería, sin haberlo leído no habría podido escribir lo que luego escribió (y a él sí que le valió el Premio Nobel). Pero para el gusto académico, Greene usaba con demasiada frecuencia la plantilla de la novela de espías, o la policial. Como Patricia Highsmith, otra que tal. Aunque podría haber sido peor: podría haber escrito novelas de ciencia-ficción (como Ray Bradbury o Stanislaw Lem) o de fantasía (como Tolkien). No, eso no es “la dirección correcta”. La alta literatura debe ser sesuda, y se suda. Tiene que ser seria, comprometida, sermoneante y, a ser posible, aburrida. Lo pone en las bases del premio Nobel. Y si no lo pone, debería.
Jack Kerouac – De él dijo Truman Capote, otro insigne No-Nobel, que lo que hacía “no es literatura, es mecanografía”. Y tenía razón; pero el tableteo de esa torrencial mecanografía resuena desde entonces por toda la historia de la literatura, y en el interior de las cabezas de todos los literatos que, de jóvenes (o sea, a la edad adecuada) leyeron On The Road, The Subterraneans o The Dharma Bums y quedaron para siempre atrapados allí dentro, con el viejo Bull Lee (trasunto de William Burroughs), Dean Moriary (Neal Cassidy), Marylou (LuAnne Henderson), Carlo Marx (Allen Ginsberg) y Sal Paradise (el mismo Kerouac). Y si eso no es “haber producido en el campo de la literatura la obra más destacada”, que venga Alfred Nobel y lo vea. La Academia, sin embargo, nunca le tuvo en cuenta. Ni de lejos. Ni a sus compinches de generación Burroughs y Ginsberg, que acumulaban méritos parecidos.
John Updike – La suya fue una generación literaria que ha dado grandes nombres (Philip Roth, Norman Mailer, Saul Bellow, Joyce Carol Oates, Truman Capote, J. D. Salinger, él mismo) pero que tuvo la mala fortuna de venir después de la llamada “generación perdida”, y ésa ya se había llevado muchos Nobel a casa (los de Faulkner, Hemingway, Steinbeck y O’Neill). Quizá los académicos suecos pensaron que estaban dando demasiado pescadito a los gringos, y cerraron el grifo, De los gigantes de la siguiente generación sólo consiguió el Nobel Bellow, y porque era canadiense. Y Toni Morrison, porque era negra. Que se lo habrían podido dar por ser una gran escritora, que lo es, y ahí están Beloved y God Help The Child para demostrarlo; pero en el fondo uno se malicia que no tuvieron eso tan en cuenta como que fuera mujer y negra; y por joder a Updike y a Roth, esos dos blancos pollaviejas (como la mayoría de los académicos suecos). Yo, de ser Toni Morrison, me habría ofendido. Updike se burló de la Academia Sueca y su sempiterna manía de no premiarle ni a él ni a su colega Philip Roth, mediante su personaje Henry Bech, el escritor judío en el que se caricaturiza en parte a él mismo, y en otra parte a su amiguete y rival. Bech sí gana el Nobel, al menos en la ficción, y en la novela Adiós a Bech. Y es hilarante. Seguro que eso no gustó nada en la Academia Sueca: novelas humorísticas, uy, qué horror, esto no es serio. Cruz y raya a ese tal Updike de por vida.
Philip Roth – Pasa por ser el mejor escritor estadounidense de su generación, en reñida competencia con John Updike, con quien, en vida de ambos, le unió una cordial rivalidad. Ver su nombre aparecer en la lista de candidatos y que no ganara nunca se convirtió en uno de los chistes recurrentes de cada convocatoria del Nobel de literatura. Hasta que un buen día se hartó, se retiró de la escritura y, en consecuencia, de la competición, y dejó que, como protagonista y víctima de tan cansino chiste recurrente, le sucediera el siguiente (y último) de esta lista. Y poco después se murió, por cierto.
Haruki Murakami – Al japonés le corresponde hoy en día el dudoso honor de ser el eterno candidato, eternamente frustrado, al premio Nobel. Los suecos de la Academia parecen tenerle mucha manía, y me pregunto por qué: no escribe literatura de género, como Graham Greene, ni novelas cómicas burlándose de la academia, como John Updike, ni hace gala de un acendrado machirulismo, como Philip Roth, ni parece problemático en su vida personal como Mishima, ni hay peligro de que te monte una gansada en la ceremonia, como Cortázar; por el contrario, pasa por ser un señor muy discreto y amable en el trato personal, que nunca dice una palabra más alta que la otra y tiene como peor vicio escuchar música de jazz. Y, a lo tonto, a lo tonto, se ha ido convirtiendo en uno de los escritores más leídos y representativos de la época actual. Quizá ahí resida el problema: vende mucho, es un escritor popular. Y eso no es la dirección correcta.