Este es el texto que anoche leí en la Biblioteca Miguel de Cervantes de Fuengirola, en la presentación de Leche, el segundo libro de la escritora sevillana Marina Perezagua. Fue un placer y un honor que se me encomendara tal cosa. Lo fue desde que me lo propuso y también durante el tiempo en que compartimos la celebración de que un libro se publique, convoque a tanta gente a su presentación y suscite un diálogo tan fluido y tan hermoso como el que se produjo a la conclusión de mis palabras de introducción. Quienes nos recibieron en la Biblioteca (Conchi, Gloria, José Manuel, Elena, temo olvidar a alguien) hicieron que al menos yo me sintiera arropado, cómodo, rodeado de amigos, a pesar de que era la primera ocasión en que nos tratábamos. Los libros obran estos prodigios, crean entre quienes los aman un vínculo fantástico. Marina es una criatura adorable, una escritora estupenda y una amiga, en adelante, no lo dudo en absoluto. Dejo aquí el texto íntegro de mi presentación. "Hay una cita de Borges que siempre me pareció muy hermosa. En ella se da un concesión a la esperanza y también a la convivencia entre quienes no piensan del mismo modo. Dice: Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno Empiezo trayendo a Borges porque sé que a Marina le agrada esa visita. En una de las muchas charlas que hemos mantenido los dos por la gracia de las redes virtuales, hablamos también de Borges. Estaba yo en mi casa, en Lucena, a una hora tardía y ella, en el metro, yendo o viniendo de Nueva York a sus asuntos. Y no dábamos con las palabras exactas de Borges. Me sentí desconcertado por esa conjunción maravillosa. El metro de Nueva York, que yo he visto cientos de veces en películas. Borges, al que he leído cientos de veces en cientos de sitios y una escritora que me invitaba a presentar un acto muy querido para ella, la presentación de un libro en su tierra, en Andalucía.Así que empiezo, si me permiten, con Borges. Decía que un libro no era nada si no se producía el acto mágico de abrirlo.Para quien no lo haya leído todavía, les confieso que este acto mágico lo es entonces por partida doble. Mi fascinación por la zoología fantástica no tiene antecedentes familiares. Ninguno de los míos se entusiasma como yo cuando coge un bestiario editado con lujo o un modesto ejemplar, enfermo de viejo, alojado en un anaquel de una librería de segunda mano o cuando el cine proyecta historias en donde acuden animales extraordinarios, monstruos de insondables simas, criaturas de infiernos que solo vislumbran los atormentados. En el desquicio se aprecian con más nitidez (con más hermosa contundencia incluso) los matices extravagantes de la realidad, la verdadera piel de las cosas, no la visible, la que se ofrece a beneficio de vagos y conformistas. En la literatura existe también esa restitución de lo anómalo. Ya sean personajes dignos de Lovecraft o del cine de terror de la Hammer o personajes de apariencia rutinaria, normales en lo visible, pero devastados por la enfermedad, por el dolor o por alguna secreta e inconfesable fractura. El escritor, al expulsar los demonios que lo pueblan, al compartirlos, los convierte en otra cosa. Soy de los que piensan que no hay acto más generoso que la literatura. La de Marina Perezagua es generosa y es liberadora. La libera a ella y nos libera a sus ocasionales lectores. Hay algo de buzo o de espeleólogo en quien penetra en un libro. Afuera está la realidad que se pisa, la que que se huele y se manipula, pero adentro hay otra realidad que la lectura rescata. Todo lo que cuenta Leche es eso, un rescate, una especie de volcado poético de un tesoro alojado en las profundidades de la tierra. A lo que Leche invita es a un viaje telúrico en el que vamos a descubrir criaturas del abismo. El abismo en el que miramos y el abismo que nos mira, ya saben. Criaturas extraordinarias, supervivientes fantásticos, seres que de una u otra forma recurren al heroísmo para no vivir en desgracia o para no extinguirse. Esa es la parte del ingenio narrativo de Marina que más fascina: la que se ocupa de normalizar las heridas de los demás. Tal vez de camino uno también cura las suyas. No sé si hay cosas que se resisten a ser contadas. Leyendo a Marina uno piensa que la literatura es un acto prodigioso y que la gobierna la voluntad absoluta de contarlo todo. El pudor no existe. En lugar del pudor lo que encontramos es una especie de exhibicionismo romántico, en cierto modo, poblado por personajes aquejados por algún tipo de dolencia física o espiritual. Y para contar el dolor hace falta despojarse de las convenciones y de los protocolos y proceder como lo hace un cirujano frente al destrozo que va a recomponer en la mesa del quirófano. Contemplado de un manera científica, si es que esto es posible, el libro de Marina es un cuerpo dividido en catorce fragmentos, en catorce cuentos, en catorce dolencias, en catorce compartimentos que, en ocasiones, abren y cierran puertas para que la memoria fluya e informe a quien la escucha del prodigio al que asistió. Un poco como Batty, el replicante de Blade Runner. Si él se va no sabremos nunca qué hay en las puertas de Tannhauser. Todas esas cosas se perderán. Como lágrimas en la lluvia. La literatura ofrece la posibilidad de que nada se pierda enteramente. Incluso el dolor hay que preservarlo, el dolor sonámbulo yendo y viniendo por las costuras de las palabras, el dolor primordial por donde transcurren también los prodigios del amor y los milagros de la felicidad. Quería empezar hablando del dolor porque sé que terminaré hablando del amor. En los cuentos de Edgar Allan Poe casi siempre hay un muerto dentro y es a partir de la inminencia misteriosa del muerto desde donde Poe arma su literatura. Marina Perazagua prescinde del muerto, no lo precisa en absoluto, aunque cuente con él y lo haga un condimento relevante de la trama. A lo que se inclina la escritura de los cuentos es a la pedagogía. Son historias que nos ayudan a vivir mejor. No porque sean de una hermosura arrebatadora ni porque cuenten cosas sobre la belleza del mundo. sino por la voluntad sanadora que poseen, por la sospecha de que se nos está administrando un bálsamo. Esa idea de la literatura es la que a mí más me fascina, la que desconcierta, la que produce una perplejidad, un asombro desde el que comprender el mundo o desde donde cuestionarlo continuamente. La herida más dulce es el asombro. No creo que exista otra que atraiga más. Por eso amamos la ficción: por la imprevisibilidad que promete, por toda la promiscuidad que tan alegremente nos vende. Como los billetes dorados que el bueno de Willy Wonka escondía en sus chocolatinas. Como momentos de felicidad alojados en la costura siniestra de las horas. A lo que la buena literatura se enfrenta es a la pereza. Perezagua, permítanme el sencillo juego de palabras, no desea un lector invertebrado: aspira a encontrar un lector cómplice, que comprenda al conejito follador que escandaliza el cielo de Hiroshima en Little boy o a Alba, la protagonista de Algas, una mujer cuyo afán es pensar sin las trabas del cuerpo en una especie de apnea orgánica. En cierto modo es Alba la que representa el espíritu de los cuentos de Marina. Lo que desea es dejar que su cerebro solo piense. Que no se entretenga en administrar el flujo del menstruo o en vigilar la frecuencia cardíaca. No sé si ese propósito hace que Leche sea un volumen adscrito a la literatura de índole filosófico, a la fantástica o es un vademécum sobre las fracturas del alma. Leyéndole, en ocasiones, en algunos trozos más que en otros, he advertido un aliento metafísico, pero que nadie se alarme. No es un libro de lectura farragosa. Quien escribe bien no precisa de alambicar las frases. Las deja ir, mimadas, pero sin que la escritura gobierne lo que la escritura cuenta. Es admirable el control narrativo. Esa sensación de que el argumento de cada cuento está absolutamente previsto, sin que nada se abandone al azar. Y eso, en la brevedad de algunos, es más admirable todavía. Se lee con absoluto placer, aunque habría que ajustar qué concepto de placer hemos convocado. No es uno frívolo ni tampoco perecedero. Es el que se queda y se hace fuerte a medida que lo mimamos. El lector invertebrado no desea estar de pie. Prefiere una postura distendida, horizontal. Por eso quizá a Marina le gustan las inmersiones acuáticas. Porque son verticales. Porque indagan en lo que está en el adentro. Se podría uno extender en las redes narrativas de los cuentos, en cómo los personajes son una conciencia y también un cuerpo que la transporta, en eso que se dice en Algas: "La tensión es tanta que arma un esqueleto". De la nada, de las palabras que vertemos, podemos construir una vida. Es que el escritor es un dios caprichoso y un dios rudimentario y esta escritora ha forjado un cosmos a la medida de sus obsesiones. No creo que sean muy distintas a las vuestras, a las mías. Ella lo que hace es coger un átomo fácil de entre todos los átomos difíciles y ahí es en donde empieza a contarnos la historia. No anda a tientas por el texto que nos ofrece. Coge un cuerpo y lo convierte en un atlas. El cuerpo es un atlas. Mil dolores pequeños lo atraviesan. La orografía es un inventario de afecciones. El escritor es, en este caso, un cartógrafo al que se le ha encomendado la empresa de registrar los accidentes y anotar escrupulosamente los efectos de la erosión, el volcado epidérmico del oficio de la vida. Da la impresión de que lo ha medido y lo ha pesado y lo vestido y lo ha desnudado las veces suficientes. Está en posesión de esa rara facultad que consiste en hacer de la fatalidad un rasgo natural de la existencia. Lo trágico, al servirse con estos mimbres poéticos, de ternura y de calidez también, pierde un poco su condición terrible. Nos apenamos, nos emocionamos, nos conmovemos, pero seguimos leyendo en la creencia de que hay belleza dentro del caos. En la tragedia todo es verosímil. Hay en nuestra perrcepción de la fatalidad una firme voluntad de asiento narrativo. Creemos en que las cosas pueden suceder como se nos explican, por más increíble que parezcan los hechos que la presentan. Somos lo que escuchamos. Somos receptores voraces de historias. Da igual que lo que nos alimenta sea lo invisible, lo que no podemos manejar cartesianamente. Las viandas narrativas más exquisitas apelan a nuestra credulidad. En los cuentos de Marina Perazagua no se produce ningún engaño fantástico. Como dice Juan Herrezuelo, mi amigo, en una nota que dejó en este blog, Leche normaliza lo fantástico. Como si Pedro Páramo lo contara Cortázar. La fantasía, al rebajar su caché escandaloso, no deja de asombrar, pero se hace creíble. De ahí que contemos con Cortázar, un escritor que no se parece a Borges o que no se parece a nadie. Lo ideal de un escritor quizá sea eso: no parecerse a nadie, aunque el lector escuche voces en su escritura que le recuerdan a todos los escritores que ha leído. De hecho hay un cuento en Leche en donde, de rondón, Marina explica un poco esta herencia involuntaria. Uno de los que más me gustan, por cierto. Es Un solo hombre solo. El cuento que, a mi entender, rivaliza con Little boy en ambición, uno que merece una especie de spin-off. Esa historia nos regala ideas preciosas: invita a pensar que existimos porque alguien blandió una espada en el siglo XI o porque un poeta prefiguró el paraíso en un hexámetro o porque un hijo ordenara la biblioteca de su padre. El cuerpo recuerda cosas que la mente no estabula ni registra. Pero el cuerpo transmite esos conocimientos y las generaciones heredan briznas maravillosas de memoria. La biología está otra vez puesta al servicio de la poesía. El lector agradece ese afán didáctico. Lo que cuenta Marina precisa una documentación precisa. Se agradece esa afinación entomológica. Me imagino que no la poesía, al matrimoniarla con la ciencia, no deja de serlo, pero ya es otra cosa, un artefacto literario más puesto al servicio del fin último: que la historia se cuente lo mejor posible. Leche, a pesar de que hable de enfermedad, de dolor y de muerte, en ocasiones, es una gozosa manifestación de vida. La atraviesa la vida sin la decoración que a veces le exigimos. Una vida sin certezas, si se desea. Una vida que huele a agua estancada, a rana, embadurnada de olores que cuentan historias como uno de los cuentos que más me han emocionado, "Él". La vida ofrecida como un infinito laberinto de efectos y de causas, de azar más que otra cosa, del azar que amaba Borges. Quizá sea Borges lo que más me una a mí con Marina. El amor a nuestro bibliotecario favorito. Solo hay que haber estado en un cuento de Borges para sentir que los de Marina son extensiones de una dignidad encomiable. Probablemente Borges estaría inclinado a sentir como propios, permíteme el atrevimiento de la noche, algunos. MioTauro es el homenaje previsible, pero los cuentos de Marina prefieren un lenguaje del siglo XXI, poético, despojado de cualquier voluntad barroca. Marina Perezagua escribe muy bien. En un país en donde se lee poco, Marina escribe muy bien. Y ahora vuelvo al argumento de donde partí: el buen escritor necesita un buen lector. Uno que se conmocione. Que no se venga abajo cuando lo que lee le apabulle, le produzca rubor, le aturda, le haga sentirse privilegiado por estar escuchando una confidencia. Las historias de Leche son confidencias, asuntos escandalosos para las mentes escandalizables. Hijos que preñan a sus madres. Padres que malogran el amor de sus hijos a pie de playa. Conductores que la conciencia no les permite dormir. Niños de una crueldad antológica. El alivio lúbrico que un profesor le procura a su alumna para que soporte la enfermedad que la postra en una cama. El padre que ama a su hijo por encima de cualquier otra consideración y no permite que el hambre se lo robe. Y he procurado no desvelar nada. Nada de spoilers. Solo he lanzado piedritas que han dibujado círculos en el agua. Ahora busquen el dibujo dentro del círculo. Ahí están las crisálidas. Porque primero somos crisálidas. Luego somos otros cosas.; algunas, maravillosas: otras, despreciables, pero al principio, en el instante en que el primer átomo hizo un movimiento creativo en el misterioso comienzo de todo fuimos crisálidas, átomos que necesitan quien los narrara. Disfrutemos hoy con este libro. Es disfrutable. Gracias por escucharme"
Este es el texto que anoche leí en la Biblioteca Miguel de Cervantes de Fuengirola, en la presentación de Leche, el segundo libro de la escritora sevillana Marina Perezagua. Fue un placer y un honor que se me encomendara tal cosa. Lo fue desde que me lo propuso y también durante el tiempo en que compartimos la celebración de que un libro se publique, convoque a tanta gente a su presentación y suscite un diálogo tan fluido y tan hermoso como el que se produjo a la conclusión de mis palabras de introducción. Quienes nos recibieron en la Biblioteca (Conchi, Gloria, José Manuel, Elena, temo olvidar a alguien) hicieron que al menos yo me sintiera arropado, cómodo, rodeado de amigos, a pesar de que era la primera ocasión en que nos tratábamos. Los libros obran estos prodigios, crean entre quienes los aman un vínculo fantástico. Marina es una criatura adorable, una escritora estupenda y una amiga, en adelante, no lo dudo en absoluto. Dejo aquí el texto íntegro de mi presentación. "Hay una cita de Borges que siempre me pareció muy hermosa. En ella se da un concesión a la esperanza y también a la convivencia entre quienes no piensan del mismo modo. Dice: Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno Empiezo trayendo a Borges porque sé que a Marina le agrada esa visita. En una de las muchas charlas que hemos mantenido los dos por la gracia de las redes virtuales, hablamos también de Borges. Estaba yo en mi casa, en Lucena, a una hora tardía y ella, en el metro, yendo o viniendo de Nueva York a sus asuntos. Y no dábamos con las palabras exactas de Borges. Me sentí desconcertado por esa conjunción maravillosa. El metro de Nueva York, que yo he visto cientos de veces en películas. Borges, al que he leído cientos de veces en cientos de sitios y una escritora que me invitaba a presentar un acto muy querido para ella, la presentación de un libro en su tierra, en Andalucía.Así que empiezo, si me permiten, con Borges. Decía que un libro no era nada si no se producía el acto mágico de abrirlo.Para quien no lo haya leído todavía, les confieso que este acto mágico lo es entonces por partida doble. Mi fascinación por la zoología fantástica no tiene antecedentes familiares. Ninguno de los míos se entusiasma como yo cuando coge un bestiario editado con lujo o un modesto ejemplar, enfermo de viejo, alojado en un anaquel de una librería de segunda mano o cuando el cine proyecta historias en donde acuden animales extraordinarios, monstruos de insondables simas, criaturas de infiernos que solo vislumbran los atormentados. En el desquicio se aprecian con más nitidez (con más hermosa contundencia incluso) los matices extravagantes de la realidad, la verdadera piel de las cosas, no la visible, la que se ofrece a beneficio de vagos y conformistas. En la literatura existe también esa restitución de lo anómalo. Ya sean personajes dignos de Lovecraft o del cine de terror de la Hammer o personajes de apariencia rutinaria, normales en lo visible, pero devastados por la enfermedad, por el dolor o por alguna secreta e inconfesable fractura. El escritor, al expulsar los demonios que lo pueblan, al compartirlos, los convierte en otra cosa. Soy de los que piensan que no hay acto más generoso que la literatura. La de Marina Perezagua es generosa y es liberadora. La libera a ella y nos libera a sus ocasionales lectores. Hay algo de buzo o de espeleólogo en quien penetra en un libro. Afuera está la realidad que se pisa, la que que se huele y se manipula, pero adentro hay otra realidad que la lectura rescata. Todo lo que cuenta Leche es eso, un rescate, una especie de volcado poético de un tesoro alojado en las profundidades de la tierra. A lo que Leche invita es a un viaje telúrico en el que vamos a descubrir criaturas del abismo. El abismo en el que miramos y el abismo que nos mira, ya saben. Criaturas extraordinarias, supervivientes fantásticos, seres que de una u otra forma recurren al heroísmo para no vivir en desgracia o para no extinguirse. Esa es la parte del ingenio narrativo de Marina que más fascina: la que se ocupa de normalizar las heridas de los demás. Tal vez de camino uno también cura las suyas. No sé si hay cosas que se resisten a ser contadas. Leyendo a Marina uno piensa que la literatura es un acto prodigioso y que la gobierna la voluntad absoluta de contarlo todo. El pudor no existe. En lugar del pudor lo que encontramos es una especie de exhibicionismo romántico, en cierto modo, poblado por personajes aquejados por algún tipo de dolencia física o espiritual. Y para contar el dolor hace falta despojarse de las convenciones y de los protocolos y proceder como lo hace un cirujano frente al destrozo que va a recomponer en la mesa del quirófano. Contemplado de un manera científica, si es que esto es posible, el libro de Marina es un cuerpo dividido en catorce fragmentos, en catorce cuentos, en catorce dolencias, en catorce compartimentos que, en ocasiones, abren y cierran puertas para que la memoria fluya e informe a quien la escucha del prodigio al que asistió. Un poco como Batty, el replicante de Blade Runner. Si él se va no sabremos nunca qué hay en las puertas de Tannhauser. Todas esas cosas se perderán. Como lágrimas en la lluvia. La literatura ofrece la posibilidad de que nada se pierda enteramente. Incluso el dolor hay que preservarlo, el dolor sonámbulo yendo y viniendo por las costuras de las palabras, el dolor primordial por donde transcurren también los prodigios del amor y los milagros de la felicidad. Quería empezar hablando del dolor porque sé que terminaré hablando del amor. En los cuentos de Edgar Allan Poe casi siempre hay un muerto dentro y es a partir de la inminencia misteriosa del muerto desde donde Poe arma su literatura. Marina Perazagua prescinde del muerto, no lo precisa en absoluto, aunque cuente con él y lo haga un condimento relevante de la trama. A lo que se inclina la escritura de los cuentos es a la pedagogía. Son historias que nos ayudan a vivir mejor. No porque sean de una hermosura arrebatadora ni porque cuenten cosas sobre la belleza del mundo. sino por la voluntad sanadora que poseen, por la sospecha de que se nos está administrando un bálsamo. Esa idea de la literatura es la que a mí más me fascina, la que desconcierta, la que produce una perplejidad, un asombro desde el que comprender el mundo o desde donde cuestionarlo continuamente. La herida más dulce es el asombro. No creo que exista otra que atraiga más. Por eso amamos la ficción: por la imprevisibilidad que promete, por toda la promiscuidad que tan alegremente nos vende. Como los billetes dorados que el bueno de Willy Wonka escondía en sus chocolatinas. Como momentos de felicidad alojados en la costura siniestra de las horas. A lo que la buena literatura se enfrenta es a la pereza. Perezagua, permítanme el sencillo juego de palabras, no desea un lector invertebrado: aspira a encontrar un lector cómplice, que comprenda al conejito follador que escandaliza el cielo de Hiroshima en Little boy o a Alba, la protagonista de Algas, una mujer cuyo afán es pensar sin las trabas del cuerpo en una especie de apnea orgánica. En cierto modo es Alba la que representa el espíritu de los cuentos de Marina. Lo que desea es dejar que su cerebro solo piense. Que no se entretenga en administrar el flujo del menstruo o en vigilar la frecuencia cardíaca. No sé si ese propósito hace que Leche sea un volumen adscrito a la literatura de índole filosófico, a la fantástica o es un vademécum sobre las fracturas del alma. Leyéndole, en ocasiones, en algunos trozos más que en otros, he advertido un aliento metafísico, pero que nadie se alarme. No es un libro de lectura farragosa. Quien escribe bien no precisa de alambicar las frases. Las deja ir, mimadas, pero sin que la escritura gobierne lo que la escritura cuenta. Es admirable el control narrativo. Esa sensación de que el argumento de cada cuento está absolutamente previsto, sin que nada se abandone al azar. Y eso, en la brevedad de algunos, es más admirable todavía. Se lee con absoluto placer, aunque habría que ajustar qué concepto de placer hemos convocado. No es uno frívolo ni tampoco perecedero. Es el que se queda y se hace fuerte a medida que lo mimamos. El lector invertebrado no desea estar de pie. Prefiere una postura distendida, horizontal. Por eso quizá a Marina le gustan las inmersiones acuáticas. Porque son verticales. Porque indagan en lo que está en el adentro. Se podría uno extender en las redes narrativas de los cuentos, en cómo los personajes son una conciencia y también un cuerpo que la transporta, en eso que se dice en Algas: "La tensión es tanta que arma un esqueleto". De la nada, de las palabras que vertemos, podemos construir una vida. Es que el escritor es un dios caprichoso y un dios rudimentario y esta escritora ha forjado un cosmos a la medida de sus obsesiones. No creo que sean muy distintas a las vuestras, a las mías. Ella lo que hace es coger un átomo fácil de entre todos los átomos difíciles y ahí es en donde empieza a contarnos la historia. No anda a tientas por el texto que nos ofrece. Coge un cuerpo y lo convierte en un atlas. El cuerpo es un atlas. Mil dolores pequeños lo atraviesan. La orografía es un inventario de afecciones. El escritor es, en este caso, un cartógrafo al que se le ha encomendado la empresa de registrar los accidentes y anotar escrupulosamente los efectos de la erosión, el volcado epidérmico del oficio de la vida. Da la impresión de que lo ha medido y lo ha pesado y lo vestido y lo ha desnudado las veces suficientes. Está en posesión de esa rara facultad que consiste en hacer de la fatalidad un rasgo natural de la existencia. Lo trágico, al servirse con estos mimbres poéticos, de ternura y de calidez también, pierde un poco su condición terrible. Nos apenamos, nos emocionamos, nos conmovemos, pero seguimos leyendo en la creencia de que hay belleza dentro del caos. En la tragedia todo es verosímil. Hay en nuestra perrcepción de la fatalidad una firme voluntad de asiento narrativo. Creemos en que las cosas pueden suceder como se nos explican, por más increíble que parezcan los hechos que la presentan. Somos lo que escuchamos. Somos receptores voraces de historias. Da igual que lo que nos alimenta sea lo invisible, lo que no podemos manejar cartesianamente. Las viandas narrativas más exquisitas apelan a nuestra credulidad. En los cuentos de Marina Perazagua no se produce ningún engaño fantástico. Como dice Juan Herrezuelo, mi amigo, en una nota que dejó en este blog, Leche normaliza lo fantástico. Como si Pedro Páramo lo contara Cortázar. La fantasía, al rebajar su caché escandaloso, no deja de asombrar, pero se hace creíble. De ahí que contemos con Cortázar, un escritor que no se parece a Borges o que no se parece a nadie. Lo ideal de un escritor quizá sea eso: no parecerse a nadie, aunque el lector escuche voces en su escritura que le recuerdan a todos los escritores que ha leído. De hecho hay un cuento en Leche en donde, de rondón, Marina explica un poco esta herencia involuntaria. Uno de los que más me gustan, por cierto. Es Un solo hombre solo. El cuento que, a mi entender, rivaliza con Little boy en ambición, uno que merece una especie de spin-off. Esa historia nos regala ideas preciosas: invita a pensar que existimos porque alguien blandió una espada en el siglo XI o porque un poeta prefiguró el paraíso en un hexámetro o porque un hijo ordenara la biblioteca de su padre. El cuerpo recuerda cosas que la mente no estabula ni registra. Pero el cuerpo transmite esos conocimientos y las generaciones heredan briznas maravillosas de memoria. La biología está otra vez puesta al servicio de la poesía. El lector agradece ese afán didáctico. Lo que cuenta Marina precisa una documentación precisa. Se agradece esa afinación entomológica. Me imagino que no la poesía, al matrimoniarla con la ciencia, no deja de serlo, pero ya es otra cosa, un artefacto literario más puesto al servicio del fin último: que la historia se cuente lo mejor posible. Leche, a pesar de que hable de enfermedad, de dolor y de muerte, en ocasiones, es una gozosa manifestación de vida. La atraviesa la vida sin la decoración que a veces le exigimos. Una vida sin certezas, si se desea. Una vida que huele a agua estancada, a rana, embadurnada de olores que cuentan historias como uno de los cuentos que más me han emocionado, "Él". La vida ofrecida como un infinito laberinto de efectos y de causas, de azar más que otra cosa, del azar que amaba Borges. Quizá sea Borges lo que más me una a mí con Marina. El amor a nuestro bibliotecario favorito. Solo hay que haber estado en un cuento de Borges para sentir que los de Marina son extensiones de una dignidad encomiable. Probablemente Borges estaría inclinado a sentir como propios, permíteme el atrevimiento de la noche, algunos. MioTauro es el homenaje previsible, pero los cuentos de Marina prefieren un lenguaje del siglo XXI, poético, despojado de cualquier voluntad barroca. Marina Perezagua escribe muy bien. En un país en donde se lee poco, Marina escribe muy bien. Y ahora vuelvo al argumento de donde partí: el buen escritor necesita un buen lector. Uno que se conmocione. Que no se venga abajo cuando lo que lee le apabulle, le produzca rubor, le aturda, le haga sentirse privilegiado por estar escuchando una confidencia. Las historias de Leche son confidencias, asuntos escandalosos para las mentes escandalizables. Hijos que preñan a sus madres. Padres que malogran el amor de sus hijos a pie de playa. Conductores que la conciencia no les permite dormir. Niños de una crueldad antológica. El alivio lúbrico que un profesor le procura a su alumna para que soporte la enfermedad que la postra en una cama. El padre que ama a su hijo por encima de cualquier otra consideración y no permite que el hambre se lo robe. Y he procurado no desvelar nada. Nada de spoilers. Solo he lanzado piedritas que han dibujado círculos en el agua. Ahora busquen el dibujo dentro del círculo. Ahí están las crisálidas. Porque primero somos crisálidas. Luego somos otros cosas.; algunas, maravillosas: otras, despreciables, pero al principio, en el instante en que el primer átomo hizo un movimiento creativo en el misterioso comienzo de todo fuimos crisálidas, átomos que necesitan quien los narrara. Disfrutemos hoy con este libro. Es disfrutable. Gracias por escucharme"