Hubo un tiempo en que había risas en aquella casa. No fueron mucho los momentos, pero, quizás por esa razón, Elsa los recuerda con especial intensidad. Ahora casi no va. Su padre se lo recrimina. Al fin y al cabo, él sigue viviendo allí. Y tiene ganas de que lo visite, de poder brindarle algo, queso, cerveza, un refresco. Pero ella siempre queda con él fuera, en la calle, para tomar un cortado y hablar un rato, pero al barrio no sube. Se ha convertido en territorio comanche.
Es verdad que el barrio está más feo. Las casas están deterioradas y tiene un aspecto sucio. Las calles estrechas parecen más estrechas y los coches tienen que aparcarse subiéndose a la acera. Debe ser que los coches de ahora son más grandes. Quizás es que ella también es mayor. Y sí, una vez se sintió fea, deteriorada y con aspecto sucio, cuando estaba en aquel pozo cenagoso, hondo y lleno de noches. Salió. Ahora brilla y flota. Por el aire, en la vida, sobre el mar.
Su hermano, sin embargo, se refugia en la casa del barrio como cuando era niño. Llega a horas intempestivas, abre la nevera, se ducha y enciende el ordenador como si realmente viviera allí. Aunque él tiene su casa. Daniel se acomoda en aquel piso pequeño y se convierte en rey, como cuando pequeño, cuando era el príncipe deseado de su madre.
Elsa fue una niña sin sonrisas. Daniel en cambio tenía mejor humor. Se le agrió, con el tiempo. Aquellos días oscuros, de una rara calma, de una oscuridad que pesaba como una losa, mataron humor, ilusión y muchas otras cosas del alma.
Texto: Belén Valiente