Y no se puede conseguir porque la estructura económica, política y social imperante no persigue resolver esos problemas de desigualdad e injusticia que percibimos persistentes en nuestro país. Entre otros motivos, porque para las élites que nos gobiernan, y para los poderes que por encima de ellas mueven los hilos de los que penden los gobiernos, estos asuntos se consideran inevitables consecuencias colaterales del funcionamiento del sistema económico y de libre mercado que rige nuestra actividad productiva y del modelo de organización social (tipo de sociedad) en la que estamos integrados. Así, si el objetivo final de la economía es la obtención de ganancias (ser rentable), difícilmente se podrán atender situaciones que por muy injustas que nos parezcan supondrían “gastos” totalmente innecesarios. La productividad -ese mantra que recitan los empresarios- para que sea rentable es incompatible con la solidaridad y la justicia. De ahí que, cuantos menos derechos se reconozcan a los trabajadores y más bajos (competitivos) sean sus salarios, mayor “productividad” tendrá la empresa y más abultados beneficios (rendimientos) lograrán sus propietarios y quienes les financian. El propio sistema impone que la riqueza de unos (pocos) conlleve el empobrecimiento de otros (muchos). Es decir, genera desigualdad material en el reparto inequitativo de la riqueza nacional, y gracias a ella, como mal colateral, es viable la actividad económica y comercial.
Sin embargo, son las clases medias y trabajadoras, las más perjudicadas por esta lógica capitalista, las que aportan el grueso de los recursos que sostienen un menguante Estado de Bienestar que, a mediados del siglo pasado, fue creado para socorrer a quienes no pueden costearse sus necesidades básicas (salud, educación, pensiones y seguridad, fundamentalmente). Esta financiación se basaba en un sistema fiscal progresivo que hacía que contribuyera más quien más medios disponía. También aquí germinan la desigualdad y las injusticias, porque las grandes fortunas, los pudientes y acaudalados y las más rentables empresas esquivan contribuir conforme a lo que ganan. La propia normativa fiscal les permite desgravar, con mil y un subterfugios, gran parte de los impuestos que debieran pagar a la Hacienda pública, sin necesidad de recurrir a vías ilegales para ello, que también. No extraña, por tanto, que el jefe de Gobierno austriaco, Christian Kern, dijera sobre Amazon, el gigante de la venta on line, que “paga menos impuestos que un quiosco de salchichas”.
Al fin y al cabo, con la excusa de la crisis económica se ha conseguido imponer lo que neoliberalismo venía persiguiendo desde los tiempos de Reagan y Thatcher. “adelgazar” al Estado, eliminar el poder regulatorio de los Gobiernos en la economía y entregar a la iniciativa privada la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos, los cuales deberán costeárselas. Un modelo que genera, por definición, desigualdad, pero que asumimos como el único posible porque así conviene a los poderes y las élites establecidos. Son ellos los que procuran preservar la desigualdad que se extiende entre la población, sin que movamos un músculo por evitarlo. Seguimos votando a sus representantes políticos, esos que claman contra el paro y la desigualdad con la misma sinceridad con que Bárcenas proclama su inocencia. Y así nos va.