Pretérito imperfecto – @Innestesia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

“Señorita Paula, salga a la pizarra y conjugue el singular del pretérito imperfecto de indicativo del verbo tener”.

Yo tenía nueve años y leía como una condenada. Cuenta mi madre que a los cinco años ya era capaz de leer algunas palabras de los carteles y que había memorizado algunas historias infantiles. Por aquel entonces, el mejor regalo era un cuento, un libro, algo con páginas, que yo colocaría escrupulosamente en la estantería de mi habitación. Una mañana de domingo de un abril cualquiera, decidí empezar mi propia biblioteca. Abrí un cuaderno y empecé a anotar cosas muy despacito. Mi proyecto, en un principio, sólo abarcaba a los miembros de la familia directa, pero viendo la bonanza del negocio, decidí expandirme. Obligué, así, a toda mi familia primera, segunda y tercera a hacerse socios y les hice su correspondiente carnet de cartulina, recortando sus caras de las fotos de los álbumes de mi madre. En este punto de mi vida empresarial, debo reconocer que fui insensata y pagué mi inconsciencia. A base de recados y tareas varias. Mis parientes podían (debían) sacar libros cuando venían a visitarnos, cumpleaños o simples visitas, no importaba. Yo anotaba con precisión la fecha de devolución en la tarjeta que, previamente, había colocado en la primera página del libro. Tenía todo registrado en un cuaderno y, si algún familiar despistado, no cumplía con su deber, le llamaba a su casa recordándole que tenía una deuda. Todo muy oficial. Duró cerca de tres años. Lo sé porque algunos de aquellos cuentos aún conservan, con mala caligrafía, pero perfecta ortografía, la señal “Por favor, devuelva este ejemplar antes de la última fecha anotada”. Mi tío Raúl aún debe Los viajes de Gulliver. La sanción será ejemplar, por supuesto.

Cristina, tenías la maldita costumbre de llegar enrabietada después de los entrenamientos. Mamá siempre preparaba la cena con antelación y sufría, como todos los demás, verte farfullar pasillo arriba y pasillo abajo, mientras yo ponía la mesa. El foco de la protesta siempre eran las verduras y el pescado. Argumentabas, con poca razón, que eso no te alimentaba después de pasar casi dos horas corriendo sin parar. No voy a negarte que con los años se convirtió en un ritual divertido del que nadie comentaba nada, pero todos lo seguíamos con devoción. Casi juraría haber visto a mamá preparar las judías verdes con cierta sorna en sus gestos, sabiendo que vendrías con tus rayos y centellas a explotar en mitad del comedor. También papá, serio por definición y carnívoro por convicción, preguntó alguna vez si podíamos cenar merluza al horno. Sonreía y miraba a mi madre. Yo misma, incluso, te adelantaba el menú por el telefonillo, así que tus entradas por la puerta de casa era apoteósicas. “La mierda de las judías otra vez, joder, pues a ver qué hostias ceno yo después, porque yo con eso me quedo tiritando del hambre, copón, que ni eso ni es cena ni es ná”. Nunca he vuelto a ver a nadie estampar con tanta gracia, fuerza y precisión una mochila contra el paragüero de la entrada. Lo tuyo era puro arte.

Aran, un gato blanco, feo y peleón, tenía fijación por el canario favorito de mi madre. Era un auténtico hijo de puta, como cualquier gato. Había arañado todos los sofás, meado todas esquinas y aprendido a abrir los grifos. Un regalito del reino animal. Aran, para empezar, tenía tantas cicatrices de tantas peleas, que si las unías todas casi podías dibujar la silueta de un felino en su lomo. Jamás lo intenté. Estábamos seguros de que era el padre de la mitad de los gatos del vecindario y quizá, esto nunca lo sabríamos, la mitad de los perros. Se pasaba las horas sentado, observando, con paciencia, todos los movimientos de Currito, el pájaro que cantaba como un gilipollas a todas horas. Mi madre apuntaba la zapatilla a la cabeza cada vez que le veía hacerlo y rara vez falló. Era evidente que cualquier día la tragedia iba a llegar a la terraza de nuestra casa. Y llegó. Una tarde, sobre las 5, andaba yo en mi habitación, cuando de repente mi madre empezó a dar alaridos desde la cocina y mi padre corrió en su ayuda. La jaula del canario no tenía canario dentro. Los barrotes estaban abollados y, por darle un toque dramático, diremos que aún quedaban algunas plumas en el aire. Corrimos todos al lugar del crimen. Aran también. Mi madre miró al gato, el gato miró a mi madre, mi madre miró a mi padre y mi padre decidió que ya estaba bien, que no se podía consentir, que qué se había creído esa mierda de gato, que no podía andar por su casa haciendo siempre lo que le diera la real gana, que se iba a enterar de lo que valía un peine. Empezó a perseguir al gato por toda la casa en una persecución tan frenética como ridícula, donde el único objetivo de mi padre era cazar al felino y darle una lección a mano alzada y la obsesión de mi madre era que no tiraran nada por el camino. Así que el gato corría, mi padre se cagaba en Dios, en la Virgen y en todo el santoral y mi madre, por detrás, iba recogiendo los restos del huracán padre-gato que dejaba a su paso una ola de odio y destrucción. Palabrotas, maullidos y chillidos muy agudos sobre el cristal de Murano se hacían todo uno. Aran, ducho en estas artes, burló a mi padre en una esquina de la habitación y estuvo desaparecido durante varios días. Comentando la tragedia en la cola de la carnicería, resultó que a varias vecinas les había ocurrido lo mismo con sus pájaros, pero nadie sabía el motivo. Todo eran especulaciones: desde pájaros grandes que comían pájaros pequeños, hasta serpientes que reptaban por las paredes. Uno de esos misterios de mi infancia que jamás nadie me resolverá. Cuando el gato regresó, mi madre le puso un cuenquito de leche caliente al lado del radiador.
(Todo muy imperfecto y jodidamente perfecto al mismo tiempo. Malditos verbos).

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