Ahora que mis años se acercan a su final, hago memoria de momentos y fechas que quedaron grabados en mi retina y en mi alma. Muchas personas queridas -que formaron parte de ellos- son ya, apenas, chispazos de miel que las neuronas hicieron mías para siempre.
Es bueno recordar, por más que, a veces, el olvido sea, también, necesario. Luz y sombra, alegría y dolor forman el entramado de cada vida y, quizá, por eso en esta primavera recién estrenada del 2.022, emprendo un recorrido emocional a través del tiempo ya vivido, recuperando aquella otra de 1.963 en que, apenas recién llegada a esta hermosa tierra palentina, me dejé ganar por amor y belleza, y en la que nunca me sentí sola, sino que he formado familia y encontré amigos entrañables, compañeros fieles, con quienes mi vida se ha ido gastando mientras sus ojos me servían de espejo y sus palabras acompañaban -igual que cascada de agua fresca- mi caminar de muchacha y luego mujer madura.
Hasta el día de hoy, en el que aspiro a ser en un mañana únicamente polvo que se funda con el polvo de otros palentinos que me precedieron y a los que amé por razones de parentesco o, simplemente, de amistad. Llegué a esta tierra el 23 de febrero del año 1.963; con toda la ilusión que produce estrenarse como profesional en un puesto de trabajo conquistado por años de estudio, y una pequeña maleta que guardaba algunos libros y fotografías familiares, amén de tres mil pesetas que me dieron mis padres pues no cobraría hasta mayo. En la Delegaci6n de Educación y Ciencia, una joven me señaló un lugar que en el mapa de Palencia estaba muy arriba. Y elegí aquel pueblo: Cubillo de Ojeda. El destino había escrito para mí un camino en el que la blancura de Peña Redonda cubierta de nieve me inundó de paz.
El invierno extendía aún su poder en los últimos días de febrero. Y la tierra permanecía en un profundo silencio en el que millones de semillas y raíces preparaban sus trajes verdes para ocupar un puesto en la panorámica de valles y laderas, tierras en barbecho, cunetas de los caminos, tejado de la iglesia, tiestos de las ventanas. Y, casi, como en un sueño, una mañana, al abrir la ventana que daba al pequeño huerto de la casa, descubrí las primeras clavelinas, tímidas y hermosas, en su intento de pasar desapercibidas.
Ese día, Gina, mi alumna más pequeña me llevó a la escuela un puñadico. El tallo era mínimo y las dejé encima de la mesa en un vaso de cristal en el que flotaron como si de nenúfares se tratase. Aquel detalle fue el inicio de otros muchos pues cada día los niños me llevaron flores que buscaban en lugares aún desconocidos para mí, pero que luego iría descubriendo en pequeñas excursiones junto a ellos a la salida de la escuela. Los lirios, amarillos o blancos, de belleza exótica y sorprendente. Las retamas con sus minúsculas flores de intenso olor amargo, los escaramujos blancos que desprendían sus pétalos apenas arrancados del zarzal...
Fue entonces cuando se me ocurrió recorrer muy de mañana el camino que separaba Cubillo de Ojeda de Perazancas para oír misa durante el mes de mayo. Don Indalecio, el cura, la celebraba cada día. Los niños aceptaron, encantados, la idea de acompañarme y nunca podré olvidar aquel recorrido subiendo y bajando pequeños desmontes, bordeando tierras de labor, descubriendo amaneceres tiernos al lado de quienes ya formaban parte de mi vida, como luego ocurriría con otros muchos alumnos en Palencia y los cinco colegios, todos en la capital, donde ejercí. La carretera hasta Perazancas serpenteaba o desaparecía mientras atravesábamos aquel atajo que ellos conocían como la palma de su mano.
Nunca podré olvidar las sensaciones que me acompañaban: sus risas, el olor intenso a campo abierto, la frescura del aire que coloreaba mis mejillas, las caricias que se desgranaban llenando el espacio que nos pertenecía únicamente a nosotros, lejos de cualquier ciudad, pleno de pureza, con la de mis alumnos, Gina, Norberto, Josefa... hasta el final de la lista que hoy, definitivamente, quedará sellada cuando me despida de mi vida profesional que me dio tantos momentos felices y en los que ellos "mis niños", me prestaron su alegría, sus ganas de vivir porque José Luis Fraile (y familia), único habitante de mi primer destino como maestra, me abrió el edificio, hoy vacío de alegría, y que fue testigo del inicio de mi vida profesional.