1º Concurso RetroRelatos de RetroManiac
Destino, por Jaime Ribolleda
Lentamente, con la pereza del que sabe que le espera una dura jornada por delante y no siente prisa alguna por darle comienzo, el hombre salió de la fría casa en busca de un balde de agua con el que asearse antes de sentarse a tomar el desayuno que su mujer preparaba en esos mismos momentos. Miró al cielo con preocupación, tratando de determinar a qué distancia se encontraba la tormenta cuyo sordo rumor oía desde que había abierto la puerta. El cielo, sin embargo, aparecía completamente despejado. Iba a ser un hermoso día.
Arrastrando los pies, llegó hasta el pozo y, laboriosamente, jalón tras jalón, subió el cubo hasta el borde, desde donde lo inclinó con la destreza nacida de la rutinaria práctica. El murmullo se hacía más y más audible. El campesino, extrañado, volvió a levantar la mirada, llevándola de extremo a extremo de la oscura franja de cielo sobre su cabeza. Ni una sola nube a la vista. Extrañado, pero habituado a los impredecibles cambios a los que el capricho de los Dioses nos someten, cogió el cubo y dio media vuelta, pensando en las gachas que, una mañana más, le esperaban en la casa.
Pero algo llamó su atención. Un imperceptible movimiento en el rabillo del ojo, o un sutil cambio en la densidad de las sombras, le hizo girar la cabeza hacia su derecha. Había algo a lo lejos. Algo enorme, moviéndose a una velocidad endiablada por sus tierras. Girando sobre sí mismo, el campesino dio varios pasos en esa dirección, forzando la vista, tratando infructuosamente de delimitar siluetas en la oscuridad de la última hora de la madrugada.
Poco a poco, la negrura fue tomando forma, mientras el rumor que había tomado por el sonido lejano de truenos se hacía más audible y conciso. El sonido de los cascos de un caballo. Como invocado por su mente al discernir por fin la naturaleza del sonido, un gigantesco caballo, el más grande que hubiera visto jamás, apareció ante sus ojos.
Con las largas crines azabache perladas por el sudor, los belfos cubiertos de espumarajos, y los flancos salpicados de sangre, el animal era una visión de pesadilla. En su cercanía, podía notar el suelo temblar bajo el terrible impacto de los cascos del bruto, con los que arrancaban enormes trozos de tierra que lanzaba al aire, dejando a su paso un literal rastro de destrucción.
El campesino se detuvo, inmovilizado por el miedo. El sentido común le decía que saliera corriendo hacia su casa; pero la curiosidad, su diez veces maldita curiosidad, acabó por imponerse, como solía, al recelo. El descomunal caballo ejercía una fascinación imposible de eludir en el hombre, embebido en el recuerdo de las historias que en su juventud le contaron sobre la Edad de los Héroes. Se acercaría un poco más, sólo un poco más, para poder ver al jinete de tan extraordinaria bestia.
Ni aún la temeridad nacida de la curiosidad logró que el hombre acelerara el paso. Notaba como todo su cuerpo vibraba al ritmo sincopado del violento batir de los cascos del caballo. Paso a trabajoso paso se fue acercando perpendicularmente a la furiosa línea que el caballo cortaba en sus tierras mientras, sorprendido, una risilla nerviosa se escapaba entre sus labios al pensar que podría aprovechar los surcos trazados por el extraordinario bruto para acabar de plantar las calabazas sin tener que dejarse el espinazo.
Estaba ahora lo bastante cerca, y traía el naciente día la suficiente claridad para distinguir no una, sino dos figuras sobre el caballo. La primera de ellas, un guerrero vestido con peto, grebas y yelmo, cuyo penacho ondeaba furiosamente al viento. Detrás suyo, firmemente asida a su cintura, lo que parecía una niña vestida con un rico vestido blanco, arrebujado alrededor de sus piernas. Una docena de hipótesis pasaron por la cabeza del campesino, que miró en la dirección de la que los jinetes provenían, la región del monte Atos, esperando ver, a la zaga, el motivo de su alocada carrera. Pero sólo los restos de la tierra levantada por los cascos del caballo aparecían a la vista.
De pronto, el caballo tropezó. Un nudo se formó en la garganta del hombre que vio, casi como si los actores de la tragedia que estaba teniendo lugar ante sus ojos se hubieran introducido en una tinaja de aceite, cómo el bruto se desplomaba y los jinetes salían despedidos por los aires. El guerrero giró en mitad del arco ascendente y enlazó sus recios brazos alrededor de la niña, encerrándola en un escudo de carne y hueso. El impacto fue tremendo. Perdida toda cautela, el labriego salió corriendo en pos de los caídos, preguntándose si habrían podido sobrevivir a semejante choque; desde luego, reflexionaba, él se hubiera roto el cuello.
La nube de polvo levantada por el doble impacto se disipaba apenas cuando el hombre llegó junto a la pareja. Cubiertos de tierra, los jinetes estaban en el suelo, unos pasos más allá del caballo; el guerrero se encontraba boca arriba, con los brazos aún cerrados alrededor de la niña, que estaba hecha un ovillo sobre el torso del hombre. Mientras se acercaba a la pareja, dirigió una fugaz mirada al hermoso caballo que yacía a su izquierda con los ojos desorbitados y la lengua colgando; muerto por el agotamiento.
Se agachó junto a los caídos, tratando de determinar si habían sufrido el mismo destino que el noble bruto. Al poner su mano sobre el hombro del guerrero, la mano de éste se disparó hacia arriba, cogiéndole por el cuello. Aún cuando el campesino era un hombre aún joven y fuerte, curtido por años de duro trabajo en el campo, la mano del jinete se cerraba sobre su cuello como un cepo, con irresistible fuerza que no pudo vencer.
Fue entonces cuando la niña se dio la vuelta, incorporándose. Sólo que no era una niña, sino la joven más hermosa que jamás hubiera visto en su vida. Su preternatural belleza llenaba las tinieblas que aún se resistían a desvanecerse con una luz tan intensa como el sol del mediodía.
Embelesado, el hombre había olvidado incluso la mano que se cerraba poderosamente sobre su cuello; en cualquier caso, se hubiera quedado sin respiración.
La muchacha puso una delicada mano sobre el hombro del guerrero, que soltó inmediatamente su presa sobre el pobre campesino, que cayó al suelo hecho un ovillo. La chica le dirigió una mirada de disculpa, y pudo apreciar que los exquisitos rasgos que formaban ese rostro perfecto estaban cruzados por las marcas de un intenso sufrimiento. Observándola ahora con atención, vio que su vestido de ricas telas estaba hecho pedazos, sucio de tierra y sangre que, rogaba, no fuera de ella.
Dirigió entonces la mirada a su acompañante. El hombre era un gigante, terrorífico en su atuendo de batalla. Resultaba obvio al verle que había pasado recientemente por un órdago desconocido, pero que por la conexión entre los dos jinetes algo tenía que ver con la muchacha. Tenía el cuerpo envuelto en incontables vendajes, sucios y rotos, pegados al cuerpo en muchos lugares donde la sangre había salido de las heridas nuevamente abiertas. Vendajes improvisados, pudo apreciar, con tela del vestido de la muchacha.
Su rostro era una impenetrable máscara de resolución, la viva imagen del coraje y la determinación. Si ella parecía exhausta, sólo podía tratar de imaginar por qué horrible experiencia había pasado él. Y allí estaba, impertérrito, la pálida faz dura roca cincelada según las facciones de un ideal, ya no de belleza, sino de fuerza.
La pareja intercambió una silenciosa mirada preñada de significado que, al unísono, dirigieron al norte, más allá de las colinas. A lo lejos, la mortecina luz del alba se reflejaba, irisada, sobre los azules ladrillos del Castillo Griego, distorsionada por la bruma que se alzaba desde el foso. La hermosa construcción aparecía ahora rodeada de un hálito oscuro que la convertía en una presencia pulsante y maléfica, cubierta de ventanas que recordaban a las vacías cuencas de una calavera, mirando con odio a la pareja que, sin vacilar, les sostenían la mirada.
El campesino sintió que estaba presenciando algo extraordinario, y sintió un profundo pudor por ello. Se sentía como si estuviera espiando un momento único de intimidad, invitado indeseado a una tragedia personal como las que escribieron los grandes dramaturgos de su tiempo. Y, al mismo tiempo, le invadió una oleada de incontenible ternura por los dos perfectos desconocidos, actores principales de esa tragedia cuyo argumento desconocía, pero cuyo final le hubiera gustado poder escribir de su propio puño y letra, si hubiera aprendido a escribir.
Con una sonrisa triste y cansada que reflejaba un infinito amor, la muchacha tendió la mano al guerrero, cuyo pétreo rostro se animó por un instante con un visible sentimiento de correspondencia, en un momento de perfecta unidad, aún en su situación.
“Vamos, Popolón. Nuestra hija nos espera.”
Sin mediar otra palabra, el hombre asintió con gesto breve, la sonrisa aún pintada en la cara y, cogiendo la mano que le tendía su compañera, retomaron el camino hacia su destino.