1º Concurso RetroRelatos de RetroManiac
Lo que nunca se supo de BJ, por Sandra Monteverde
Willie estaba intranquilo. Una nueva misión le había sido encomendada y como no podía ser de otra manera, disponía de muy pocos datos. ¡Maldita costumbre la de los jefazos! Siempre lo mismo, era como mandarlo al frente con cerillas mojadas.
Ni un mísero mapa, a menos que se lo fuera dibujando él a medida que iba avanzando o lo consiguiera “extraoficialmente”. A él le daban una dirección y un par de órdenes, del tipo cárgate a tal y/o cual tío y a partir de allí que se las arreglara como pudiera.
Con las armas, más de lo mínimo. Solo contaba con un máuser prehistórico que cuidaba como si fuera de oro y hubo ocasiones en que ni eso podía llevar. Se tuvo que meter en más de un sitio con un cuchillo, que seguramente sus superiores no le incautaron, porque era un experto en ocultación de armas.
Y de tesoros también. Durante sus peripecias había recogido cientos de cálices, cofres con piedras preciosas y joyas y ¡nadie se dio cuenta! Los recuperó todos, los sacó del país y los entregó en la oficina (aún conservaba los recibos).
Y luego ni las gracias le daban. La paga mensual y nada más. Y guay de que se quejara. Solo con insinuar una disconformidad, le recordaban que había una larga cola de pretendientes a ocupar su puesto.
La “competencia”, eran unos tipos muy raros que sabían mucho de informática y poco de enfrentarse cara a cara con un enemigo. Pero era la ley de la oferta y la demanda y hasta un héroe de guerra como él estaba sujeto a ella.
Sinceramente, se preguntaba: ¿de qué me quejo? ¿Acaso no soy el mejor? Claro, por eso me dan las misiones más peliagudas. Porque saben que soy capaz de meterme en cualquier lugar, por la cara y enfrentarme a lo que se me ponga delante.
También tengo una extraña habilidad, según los jefes, para descubrir pasajes secretos donde nadie se los imagina y eso no es solo cuestión de destreza, sino de mucha paciencia también.
Hay que tener nervios de acero para ponerse a buscar pasadizos que “a priori” no tienes ni idea lo que contienen y con un montón de perros, soldados y oficiales pisándote los talones.
Me he llevado más de un susto con lo que he encontrado en esos sitios ocultos, aunque reconozco que la mayoría de las veces he conseguido buenos botines. También he encontrado armas poderosas y diferentes tipos de municiones, que me permitieron vencer a todos y cada uno de mis adversarios.
Si no me molestara en buscar algo más, me las tendría que haber arreglado con algún elemento defensivo que tuviera la suerte de encontrar abandonado por los pasillos o con lo que le arrebatase a mis enemigos después de acabar con ellos. Suerte que tengo una puntería envidiable.
En los escondrijos y en algún rincón perdido, también descubría botiquines de emergencia que me venían de perlas, cuando los cabrones que me perseguían me dejaban hecho un colador.
Lo peor de todo era la comida con la que me tenía que conformar: una verdadera porquería que sin excepción consistía en pollo con ensalada y siempre estaba frío. Lo triste era no encontrar ni eso y tener que recurrir a la bazofia que le daban a los perros y que apenas servía para engañar el estómago.
Mientras realizaba ejercicios de respiración y control, esperando el momento oportuno para entrar en acción, recordó sus orígenes: William Joseph Blazkowicz, nació el 15 de Noviembre de 1911. Sus padres eran inmigrantes polacos y habían llegado a la isla de Ellis dos años antes de que su madre se quedara embarazada de él. Su infancia y adolescencia fueron bastante duras, pero logró sobrevivir.
Era musculoso, no mal parecido, de ojos azules y cabello castaño (aunque reconocía habérselo teñido varias veces, eran “gajes del oficio”, no coquetería). Con sus 95 kilos y su metro noventa y tres, entre los amigos era conocido por BJ o “el camionero”, aunque su madre insistía en llamarle Willie y el no tenía corazón para negárselo.
Ingresó en la OSA (Oficina de Acciones Secretas) siendo casi un muchacho y muy pronto lo destinaron a la sección de espionaje. Comenzada la Segunda Guerra Mundial y con el grado de capitán interino, le encomendaron varias tareas de infiltración tras las líneas enemigas en Europa.
Su primer “trabajo” lo llevó a Alemania, donde fue capturado por los nazis y tuvo que huir de la prisión de Wolfenstein, un sitio enorme y laberíntico, no sin antes cumplir con su cometido: cargarse al malísimo Hans Grosse, antes de lo cual tuvo que encontrarlo, que se dice pronto. Ello le valió su primera medalla y la confirmación del grado.
Luego vino lo de matar al Dr. Shabbs, que estaba creando un ejército de mutantes: súper soldados muertos vivientes les llamaba. Eran unos tíos vestidos de verde y muy malvados por cierto, que le habían dado mucho por saco: disparaban con dos pistolas a la vez y se movían rapidísimo.
Después de mucho bregar, eliminó al doctor y logró apoderarse de los planes de la operación Eisenfaust, desbaratarla y salir indemne del trance. Un par de medallitas más; el aumento de sueldo ni se mencionó.
Pero la que él consideraba su operación más importante, fue la de ejecutar al mismísimo Führer, para lo cual tuvo que colarse en su búnker de Berlín, el Reichstag. El lugar estaba muy bien custodiado como siempre, por unos cuantos personajes con los que ya se había enfrentado y algunos nuevos también.
Se encontró varios perros pastores (guay de que te mordieran, habla la voz de la experiencia), soldados (unos tíos de uniforme marrón, bastante majos si no fueran enemigos), los SS (vestidos de azul, armados con un rifle automático y muy mala leche), los oficiales (no se les caía la gorra ni se les manchaba el uniforme blanco, pero disparaban como si les fuera la vida en ello), los mutantes (los de verde que mencioné antes, unas malas bestias) y los Hitler fantasmas (unas marionetas con lanzallamas en el pecho que se derretían en cuanto les tiraba un par de ráfagas de ametralladora).
Lo emocionante fue enfrentarse al verdadero Hitler que se protegía con una armadura estupenda, con escafandra y cuatro metralletas de cadena. Cuando creí haberlo destruido, el muy cabrito siguió disparándome, ¡solo le había roto el blindaje!, así que tuve que seguir apretando el gatillo y esquivando las balas de las dos ametralladoras que le quedaban, hasta que lo vencí y se terminó la guerra.
Como me río cada vez que dicen que se suicidó, si la gente supiera la verdad…
Cuando BJ volvió, no le dieron ninguna condecoración, seguramente porque ya no le cabían en la pechera del uniforme, pero sobre todo, porque le prohibieron terminantemente hablar de esa misión. Oficialmente, él había estado de vacaciones. Menos mal que no le habían descontado la paga, eso ya hubiera sido el colmo.
Y ahora, otra vez se enfrentaba a lo desconocido. Detrás de esa entrada tan original, gris con inscripciones en beige, habría infinidad de oponentes y no tenía ninguna duda que todos serían terribles. Pero experiencia no le faltaba y sin dudas encontraría a algún oponente viejo y conocido.
Se paró frente a la puerta, apuntó su arma y con decisión la abrió. El sonido era diferente, le pareció casi surrealista. Comenzó a andar mirando hacia adelante, con toda su atención puesta en descubrir al enemigo. Las paredes eran de metal y el sitio muy extraño y como siempre, intrincado y laberíntico.
Cuando oyó a su derecha el conocido grito de ¡alt! y se dio la vuelta, por poco se cae de culo de la impresión: ¿monstruos marrones con una especie de cuernos por todos lados y unas armas enormes? ¿Dónde estaban los soldados majos o los oficiales con mala leche? Hubiera preferido empezar hasta con los mutantes de uniforme verde, pero ¿eso? ¡Era criminal!
BJ nunca se enteró de que en esa época, el último “grito de la moda” en juegos de plataforma 3d, era mezclar los que tenían más aceptación y crear uno con características de ambos y que por tanto, estaba inmerso en el nuevísimo Wolfendoom.
El se limitó a mentarse en las madres de sus jefes, prometerse a sí mismo que si salía de esta, o le subían el sueldo o se hacía oficinista y arremetió a tiros contra todo lo que se le cruzó por delante.