El muchacho contó el dinero. Ciento cincuenta pesetas. Le dijo a la monja encargada de los mayores que se iba a Sevilla. El curso había terminado y hasta septiembre no tenía que volver a Badajoz, para examinarse de dibujo. Metió en la mochila sus escasas pertenencias y aligeró el paso para llegar a la estación de La Estellesa, donde compró un billete de ida a Sevilla: ciento tres del ala.
Era un muchacho, en realidad era un niño con pretensiones, moreno, delgaducho, orejas de soplillo y una sonrisa que no le cabía en la boca. Vestía un pantalón corto y un niki y calzaba unas sandalias de cuero.
Cuando llegó a Sevilla eran las dos de la tarde de un caluroso día de junio, se dirigió a la parada del autobús y se subió en el que iba a Coria del Río. Allí bajó en la parada del Mercado de Abastos y se dirigió a su casa, en la calle Hernán Cortés (antigua Palomar) nº 14.
Al día siguiente se levantó, desayunó y la abuela Luisa ya estaba esperando para que le acompañara a la plaza. Cargó los dos fardos de periódicos y se fue con su abuela. Llegaron a la plaza y allí, se acercaron hasta la pescadería y el muchacho le alargó los fardos de periódicos al pescadero, éste los recogió, los pesó y le dijo a la abuela: – Señá Luisa, son diez kilos, se los pago a tres pesetas por ser usted que ya sabe que sólo los pago a diez reales. – Y le dió las treinta pesetas al muchacho.
La abuela Luisa era una anciana de setenta años de pelo gris, casi blanco, una cara llena de arrugas pero que dejaban entrever una belleza juvenil, apagada ya, casi definitivamente, por la tristeza de su mirada. Vestía de luto riguroso desde los lejanos años de la guerra, cuando fusilaron a su marido, un alarife y dirigente sindical de Montijo que tuvo la osadía de llegar a alcalde durante la república y que pagó tal osadía con su vida, fusilado contra las tapias del cementerio. Luego, eso que ella solía llamar la voluntad de dios, le quitó un hijo adolescente, muerto de tuberculosis, y una hija, adolescente igual, fallecida de una mala enfermedad, cuyo nombre era impronunciable en la época, como si fuera una enfermedad vergonzosa.
Con las treinta pesetas en la faltriquera de la abuela, se dirigieron de nuevo a su casa y el chico cargó una caja con treinta novelas del oeste, enfilaron de nuevo a la plaza y pararon en el kiosko de madera verde que había justo en la acera de enfrente. Le entregaron al kioskero las treinta novelas y empezaron a espulgar una caja llena de novelas iguales a las entregadas.
- Abuela, déjame coger alguna de Silver Kane o de Keith Luger.
- No Miguelangel que esa gente escribe muy raro. Limítate a coger las de Marcial Lafuente Estefanía. Este señor escribe muy bien y además se nota que es un buen creyente, nunca escribe una mala palabra.
- Pero abuela, las de Estefanía nos las sabemos de memoria, siempre escribe lo mismo.
- Bueno, coge alguna policíaca de Clark Carrados o de Lou Carrigan, pero sólo dos o tres, para que puedas leer en las vacaciones.
- Gracias abuela, eres la mejor.
Y se dibujaba una tenue sonrisa en el rostro de la anciana y un brillo de cierto orgullo asomaba a sus ojos. No era mal muchacho su nieto primogénito, aunque hubiera suspendido dibujo.