Primerizas

Por Mamaenalemania
Calificar a una madre (o calificarse a una misma) de “primeriza” puede tener muchas connotaciones según quién sea el calificador y cómo lo califique (…buen/mal calificador será… tralalá…).
Normalmente, una se llama a sí misma primeriza para disculpar alguna metedura de pata o justificar un comportamiento que ha resultado pelín exagerado (olvidarse los pañales y plantarse en urgencias durante su primer “cólico del lactante”, por poner unos ejemplos).
Cuando es otra persona la que saca a relucir nuestra condición de primerizas, aunque sea con buenas intenciones (“no te preocupes, a mí también me pasó cuando era primeriza como tú”) es probable que nos siente fatal. Precisamente porque todos intentamos hacerlo lo mejor que podemos, tendemos a ponernos muy viscerales con el tema y nos duele que alguien resalte un error, incluso si es para quitarle importancia.
También hay mucho gilipollas, todo hay que decirlo y, donde se intuye la intención de hacer de menos es porque detrás existe la de hacerse de más o ponerse por encima. A pesar de que esto no sea más que un síntoma claro de inseguridad del gilipollas en cuestión (ya se sabe: “Dime de que presumes…”) a nadie le gusta hacer de buen samaritano a costa propia; pero, como el ser primeriza es un hecho objetivo e irrefutable (del que se han aprovechado, vale), la única contestación viable si no queremos que llegue la sangre al río suele limitarse a una miradita hostil mientras te muerdes la lengua.
Se supone que yo ya no soy primeriza, que he entrado en el club de las multíparas (suena a víboras ¿a que sí?) y me respalda este hecho para poder mirar por encima del hombro y suspirar de forma paternalista ante cualquier madre perdida o desesperada o que que pregunta "tonterías" sobre los comportamientos inexplicables (o más bien incomprensibles) de su primer retoño.
Digo “se supone” porque es lo que da por hecho todo el mundo. Menos yo.
Fui primeriza con mi primer hijo y lo he vuelto a ser con el segundo (y lo seré con el tercero). No voy a negar que se aprende de los errores y que la impresión que causa el comportamiento de una madre con su segundo hijo es de mayor dejadez o tranquilidad (aunque en realidad no sea más que la falta de sueño y de tiempo haciendo estragos en la capacidad de concentración en, interpretación de y reacción ante cualquier leve movimiento facial del nuevo bebé).
El resto de la gente asume (y presume) tanto de que a partir del segundo estás curada de todo espanto, que te lo acabas creyendo. Yo, como buena primeriza reincidente, también me lo creí a pies juntillas.
Me lo creí y caí en la trampa soy-un-témpano-de-hielo-y-controlo-la-situación: rechacé la atención de una matrona en casa después del parto (porque total ¿para qué si sólo vienen a molestar, a cuestionarlo todo y ya sabes cómo funciona lo del cordón umbilical y tus puntos bajos?), no me informé sobre la lactancia materna (¿para qué si con el primero funcionó maravillosamente y no sabía ni quién era Carlos González?)…etc.
Si hubiese repetido niño, hubiera podido enmendar mis errores, pero como no se dio el caso (no se da nunca), el resultado fue catastrófico (o de primeriza): El cordón se le cayó antes de secarse (y yo histérica pensando que tenía una infección), pensé que se me habían saltado los puntos (y yo histérica pensando si ir o no ir al hospital, con el follón que tenía en casa), pensé que no tenía leche y abandoné la lactancia aliviada, después de un mes infernal con todo el mundo mariposeando alrededor y dando por saco (y después del alivio y cuando me dejaron en paz, me he dado cuenta de que no tenía ni idea)…
Todo esto y mucho más, porque ni duermen, ni comen, ni cagan, ni lloran, ni juegan, ni nada de nada igual.
Y tú, multípara de hecho y por derecho (¿u obligación?), te ves de pronto ahí, dejada de la mano de Dios, enfrentándote de nuevo por primera vez (con otro niño siempre es la primera vez) a esos retos existenciales (pero más cansada, con más prisa y menos paciencia) sin atreverte a reconocer tu situación de primeriza reincidente, porque ya se cuidan muchos de aplacar la exteriorización de tus viejos miedos (al fracaso, al error) recurriendo al lapidario “Chica, ¡ni que fueras primeriza!”
El otro día en casa de mis padres, el pequeño se despertó y empezó a canturrear en su cuna. De pronto, se puso a berrear como si le estuviesen despellejando vivo. Al entrar me lo encontré ensangrentado de arriba abajo (pijama y cuna incluidos). No hace falta que especifique todo lo que se me pasó por la cabeza en ese momento, hasta que conseguí, llorando de la impresión y de la angustia (¿como una primeriza?), limpiarle la sangre y encontrar la herida: se había partido el frenillo con el canto. A pesar de que había dejado de manar sangre y el niño ya estaba tan contento, me disponía a salir pitando hacia el hospital (¿a que se lo cosieran? ¡yo qué sé! ¡a que le viese alguien y me tranquilizase! ¿como una primeriza?), cuando en ese momento entró mi padre por la puerta de casa, me recordó que hay un médico estupendo en la familia y que una llamadita no estaría mal. Mi tío, que es un santo y siempre está disponible, me tranquilizó y nos ahorramos Urgencias (por lo visto es bastante habitual, pero sangran un montón, no hay que coserle, se cicatriza solo y, para que no le pique, mejor darle cosas frías).
Algún que otro listillo (más bien listilla), cuando he osado incluir mi reacción histérica en el relato de lo ocurrido, ya me ha soltado eso de “Hija, ¿no lo sabías? ¡ni que fueses primeriza!”
Por eso mismo, desde aquí reivindico oficialmente mi derecho a seguir siendo primeriza, porque, aunque ya sea por segunda vez, nunca es el mismo niño y quiero poder preocuparme y asustarme igual que con el primero cuando tiene fiebre (aun sabiendo que es por los dientes), cuando introduzco alimentos nuevos, cuando llora desesperado, cuando se cae, cuando le sale un sarpullido o vomita o cualquier cosa, por nimia que sea, que no he podido o no he sabido poder evitar.