Desde mi primer día de clase, Luz me acompaña al colegio. Allí, su supuesta invisibilidad sí que me supone una ventaja. Las profesoras ignoran su existencia, si mis padres les mencionaron algo sobre mi amiga del alma no le debieron de dar mayor importancia, a fin de cuentas no soy la primera niña con una amiga invisible. Sin embargo Luz es única, siempre está conmigo, nunca me deja sola ni me abandona a mi suerte. Cuando me preguntan, si no sé la respuesta, enseguida me echa un cable. No soy mala estudiante pero ella es mucho más lista, su cerebro funciona a más velocidad y es más perspicaz. Escucha lo que dicen los mayores y, según el tono en el que lo dicen, es capaz de adivinar si pretenden darle un significado distinto a sus palabras. También sabe leer sus gestos, no sé dónde encontró un manual de instrucciones porque me gustaría hacerme con uno y saber cuando “sí” significa “no” y viceversa (en algunas situaciones no hay quien se aclare).
Luz ha leído muchos libros. A ambas nos encanta leer y, aún no sé cómo, me ha tomado la delantera en ese tema, ha debido de aprovechar mis momentos de despiste. Mea culpa, me gusta soñar despierta y con frecuencia me descubro con la página delante y un cuento distinto en mi cabeza. Además de conocer infinidad de historias, reales y literarias, sabe cómo funciona todo y, si no lo tiene claro, lo investiga. Debe de ser la única persona del mundo que se lee los manuales de instrucciones de los electrodomésticos aunque, después del incidente con la lavadora, tenemos terminantemente prohibido desmontarlos. De todos modos, cuando algo se estropea, procuramos nos perdernos jamás la visita del técnico. No hay nadie mejor al que consultar nuestras dudas y preguntarle a un experto es la mejor manera de resolverlas.
A Luz también le gustan las matemáticas, diría que casi tanto como a mi abuelo. Él es precisamente el motivo de nuestra afición a las ciencias exactas. Era catedrático de esa asignatura y, aunque ahora está jubilado, aún ejerce con nosotras y es un profesor excelente. Le encanta dar clases, se nota que disfruta con ello. Se le anima la cara mientras nos instruye en la materia y es curioso ver cómo le brillan los ojos, se le encienden de verdad. No sólo nos aclara las dudas sino que nos enseña a relacionar las distintas cuestiones entre sí de modo que todo se vuelve más fácil. Cuando ve que lo entendemos, se deja llevar y avanza en la lección. No se atiene al programa, si piensa que debe profundizar en otra cosa para que, al verlo en conjunto, lo comprendamos mejor, eso hace. De este modo no sólo hemos terminado el libro de este curso sino también el del próximo, y es posible que hayamos tocado temas de alguno más avanzado.
De vez en cuando Luz me pide que busquemos alguna cuestión, cualquiera, aunque no corresponda con lo que nos toque en el colegio, con el fin de que el abuelo nos imparta una de sus lecciones. A mi amiga le apasionan sus clases. Confieso que yo también disfruto con ellas. No es que sea una empollona, con el resto de las asignaturas acabo hincando los codos a última hora porque, antes de ese momento ineludible, suelo toparme con algo más interesante a lo que dedicar mi atención. Sin embargo las matemáticas son distintas y es una pena que nuestros compañeros de curso no compartan esa opinión. La mayoría ven un número y sudan.
Mi abuelo sí que es consciente de la presencia de Luz en sus clases, al menos tanto como de la mía, lo que no es decir mucho. En su universo de números, el mundo tangible es solo un escenario y Luz y yo somos unos entes indefinidos, tan reales e irreales como el resto, hasta que las matemáticas nos trasladan a su espacio particular y solo entonces nos ve con definición, como una función geométrica más. Durante las explicaciones Luz y él se refuerzan mutuamente. El abuelo atiende a sus preguntas y a sus respuestas, le corrige los ejercicios y progresa a su ritmo. El problema es que, con frecuencia, ambos se emocionan de tal modo que a mí me cuesta seguirles. No puedo permitirme despistarme ni un segundo pero mantener la concentración no es algo fácil. Una no viaja a las musarañas voluntariamente sino que, de repente, se encuentra allí, sin saber ni cómo ni por qué. Por suerte al abuelo no le importa repetir todo lo que no hayamos entendido de su explicación, dice que insistir ayuda a afianzar bien todos los conocimientos. Luego, al terminar, se abstrae de nuevo en sus fórmulas y teoremas y deja de prestarnos atención. De nuevo pasamos a formar parte del entorno.
Aunque parezca increíble, las matemáticas, e indirectamente el abuelo, fueron los responsables de lo que sobrevino después. Responsable no significa culpable, nadie se figuraba las consecuencias de su iniciativa. No quiero adelantar acontecimientos así que proseguiré con la narración.