Primo Levi y la banalidad del mal

Publicado el 10 septiembre 2021 por José Luis Díaz @joseluisdiaz2

 Si esto es un hombre

Si gusta usted de libros amables y fáciles de leer, que no generen incomodidad física o moral y que siempre tengan un final feliz, no le recomiendo que abra las páginas de la "Trilogía de Auschwitz" de Primo Levi. Esta obra, especialmente la primera parte titulada "Si esto es un hombre", causa desasosiego y dolor, pone un nudo en la garganta y otro en el estómago y obliga con frecuencia a dejar la lectura para tomarse un respiro ante tanta miseria moral y tanta maldad reunidas. No, la "Trilogía de Auschwitz" no es un libro para leer junto a la piscina o en la playa, sino para apurarlo hasta la última sílaba en silencio y concentrado para captar y comprender cuánto sufrimiento destilan sus páginas. Solo así podrá el lector hacerse una imagen, siquiera sea débil y borrosa, de lo que debió suponer para el autor su paso por un campo nazi de extermino. La "Trilogía" es seguramente uno de los libros de memorias más sinceros y auténticos que se haya escrito jamás, con el mérito añadido de que el autor, lejos de lo que cabría esperar, no se deja arrastrar por el odio, el rencor o la desesperación, para los que no le hubieran faltado sobrados y legítimos motivos. 

"No es un libro para leer junto a la piscina"

Al contrario, las palabras de Levi entre tanta cochambre moral son como una flor que brota en medio del lodazal más espeso, en el que el autor de este relato insuperable se vio obligado a chapotear durante meses, consciente de la altísima probabilidad de no sobrevivir para contarlo. Dolor infinito, injusticia inabarcable, pero también serenidad y contención unidas a penalidades indecibles, que solo un ser humano de una fortaleza moral a prueba de la más cruel de las vesanias es capaz de mostrar cuando sabe que en cualquier momento le puede llegar la hora final en una de las "selecciones" de desgraciados prisiones que eran enviados a las cámaras de gas. Ese fue el final terrible de la mayoría de quienes le acompañaron en su vía crucis desde que fue detenido por los nazis cuando apenas era un joven imberbe que se acababa de unir a la resistencia italiana contra los alemanes. 

Su condición de judío hacía de él un candidato prácticamente seguro a las cámaras de gas, lo que le lleva a reconocer que, si sobrevivió al campo de concentración, se debió sobre todo a su buena suerte. Mientras esperaba que en cualquier momento llegara la hora terrible, Levi se aferró con todas sus fuerzas a la vida e intentó encontrar en la amistad con otros desgraciados como él una justificación que le permitiera seguir sintiéndose un ser humano y le ayudara a sobrellevar las penalidades y sufrimientos del cautiverio. Esa amistad era el último asidero a la capacidad humana para la compasión y la colaboración, en un entorno incomprensible en el que eran los propios prisioneros elegidos por los nazis quienes debían humillar a diario a sus compañeros de infortunios y castigarlos con la mayor crueldad. 

"Levi se aferró con todas sus fuerzas a la vida"

Ante la estrategia nazi de despojar a los prisioneros de cualquier asomo de resistencia, dignidad y voluntad, Levi se alza ante nuestros ojos como un gigante que nos muestra que, ni la más atroz e inhumana de las dictaduras, y la nazi tiene un terrible lugar de honor en la Historia, puede arrancarnos aquello que nos diferencia de los animales irracionales y nuestras ansias de libertadSolo la muerte consigue acabar con nuestra conciencia de seres racionales, aunque los castigos, las humillaciones y las vejaciones de todo tipo hayan conseguido reducir ese espíritu a la mínima expresión e incluso hacer que lo sepultemos en un oscuro rincón de nuestro interior mientras se intenta sobrevivir.  

Primo Levi

La tregua

Pudo haber llegado la muerte, de hecho era lo que Levi y sus compañeros de penalidades esperaban a diario durante su cautiverio en Auschwitz. Sin embargo, inopinadamente, llegó la libertad: los alemanes huyeron dejándolo todo atrás, incluidos sus prisioneros enfermos o moribundos, y llegaron los rusos, aunque aún tuvieron que pasar varias semanas antes de poder abandonar Auschwitz. Parece evidente que el Ejército ruso no esperaba encontrar centenares de prisiones de diferentes nacionalidades en unas condiciones tan lamentables y hubo de improvisar sobre la marcha para decidir qué hacer con ellos. Cuando al final abandonaron el lager o campo de concentración, no lo hicieron para volver inmediatamente a casa y empezar a olvidar cuanto antes los horrores de su inicua prisión. 

La pesadilla se prolongó aún varios meses más en los que se vieron obligados a vagar sin rumbo por Polonia, a bordo de trenes de carga desvencijados y sufriendo enfermedades, hambre y frío. Muchos de los que sobrevivieron a Auschwitz no lograron en cambio superar esta segunda parte de su cruel calvario. Sin embargo, el relato de Levi toma aquí un tono algo más esperanzado, una esperanza que radica siempre en la anhelada vuelta a casa con los suyos, que ni siquiera saben si aún está vivo o ha muerto. En ese deambular por ciudades, pueblos y villorrios polacos se generan nuevas relaciones de amistad pero también de competencia entre los prisioneros liberados, que en muchas ocasiones no tienen más remedio que recurrir a la picaresca y a la zancadilla para poder comer o encontrar un sitio donde dormir bajo techo.

"Por fin llegó el día de poner rumbo a casa"

Encoge el espíritu pensar en estos pobres desgraciados, que después de los horrores del campo de concentración nazi y cuando sueñan ya con abrazar a los suyos, deben vagabundear sin rumbo fijo por un país cuyo idioma desconocen y en el que deben arreglárselas prácticamente solos para sobrevivir. Los rusos se limitan a aparcarlos en algún pueblo durante semanas o a llevarlos de aquí para allá sin tener muy claro qué dirección tomar, mientras ellos se concentran solo en sobrevivir como pueden. Con todo, la narración tiene en esta segunda parte de la trilogía un cariz mucho más luminoso: ya no predominan las visiones de la muerte, las humillaciones y las penalidades diarias  sino la esperanza del regreso en algún momento que, por desgracia, nadie sabía cuándo llegaría, ni siquiera los rusos que se habían ocupado de ellos. 

Pero así como llegó la liberación del campo de exterminio, llegó también el día en el que por fin pusieron rumbo a casa para el reencuentro con los suyos, mas no sin antes haber protagonizado otra larga marcha en tren a través de Polonia, Rumanía, Alemania, Austria y, por fin, Italia. El nudo en la garganta y las imágenes del horror de Auschwitz han dado paso a un sueño que parecía inalcanzable pero que ya se ha hecho realidad, pero también a una profunda reflexión sobre la culpa, la vergüenza, la responsabilidad y el olvido, los grandes asuntos a los que Levi dedica la tercera y última parte de su trilogía a modo de corolario de su terrible experiencia. 

Entrada al campo de concentración de Auschwitz

Los hundidos y los salvados. 

¿Sabían los alemanes de la existencia de los campos de concentración nazi? Ni Levi ni historiadores profesionales posteriores que han estudiado este aspecto del Tercer Reich, tienen dudas de que lo conocían o al menos intuían o sospechaban de sus existencia y callaron o miraron a otro lado por miedo, comodidad o connivencia. A pesar del carácter hermético del estado nazi, basta pensar en los empleados de los ferrocarriles, en los maquinistas que transportaban a los prisioneros a los campos de concentración como carne de ganado o en la correspondencia de los soldados destinados a su vigilancia, para deducir que tuvieron que circular noticias y comentarios sobre lo que estaba ocurriendo. Además, por fuerza los alemanes debían hacerse preguntas sobre el paradero de los que habían sido sus vecinos judíos, que desaparecían de la noche a la mañana sin dar explicaciones. 

Muchas empresas como fábricas, minas o granjas agrícolas sacaban provecho de la mano de obra esclava de los lager a los que, además, suministraban todo tipo de productos, incluido el gas de las cámaras de la muerte. Es imposible imaginar que los responsables de esas empresas no supieran para quién trabajaban y tuvieran al menos sospechas sobre lo que ocurría en aquellos lugares. Es cierto que los nazis hicieron todo lo posible por borrar la enormidad de su crimen destruyendo documentos y arrasando las instalaciones. Pero no lo consiguieron por completo y la verdad terminó aflorando. Una verdad tan horrorosa que, como recuerda Levi, resultaba casi imposible de creer para las familias de los sobrevivientes. 

"Los nazis hicieron todo lo posible para borrar la enormidad de su crimen"

La tercera parte de la trilogía es también una minuciosa radiografía del microcosmos de los campos de concentración, un mundo hermético con reglas incomprensibles, dictadas en un idioma desconocido para muchos, y ante las que de nada valía emplear la razón para desentrañarlas. La vida en el campo de concentración se limitaba a sobrevivir evitando en la medida de lo posible las patadas, los golpes, los insultos y las vejaciones diarias. Tal vez lo más incomprensible de todo para ellos era que los protagonistas de esa brutalidad eran también prisioneros obligados por los nazis a vigilar y castigar a sus propios compañeros de cautiverio. El caso más extremo es el de los escuadrones especiales, integrados por prisioneros judíos que tenían encomendado el funcionamiento de las cámaras de gas, de gasear a los desgraciados que habían sido "seleccionados" y de retirar luego los cadáveres para arrojarlos en fosas comunes; cámaras de gas a las que indefectiblemente terminaban siendo conducidos ellos también para no dejar memoria viva del horror. Hasta este punto de crueldad y maldad llegaba el régimen nazi. 

Pero la memoria es frágil y no es la misma la de los opresores que la de los oprimidos. Los primeros no tardan en "olvidar", muestran lagunas incomprensibles o alegan que tuvieron que obedecer para salvar la vida. Las víctimas también recuerda de forma deficiente, pero no con intención de engañar como sus verdugos. Ellas, además, arrastran para siempre el estigma de la vergüenza: "Era la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su mismo existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla"

La liberación tan anhelada había abierto una puerta a un nuevo sufrimiento: la familia dispersada o destruida, la incredulidad de la magnitud del horror, el dolor universal, la extenuación que parecía no poder curarse, la vida que había que empezar de nuevo...y la vergüenza. Levi admite haber sentido esa culpa durante y después del cautiverio, un dolor profundo que llevó a muchos sobrevivientes al suicidio. "Emergía la conciencia de no haber hecho nada, o lo suficiente, contra el sistema por el que estábamos absorbidos". El autor nos cuenta que casi todos los sobrevivientes tenían sentimiento de culpa por omisión de socorro a sus compañeros: "Faltaba tiempo, espacio, condiciones para las confidencias, paciencia, fuerza". 

Conclusiones

La Trilogía es una obra profundamente vindicativa de la condición humana frente a lo que la filósofa Hanna Arendt definió como "la banalidad del mal", entendiendo por esta expresión la existencia de individuos que se someten al sistema por inicuo que sea y actúan según sus reglas sin preguntarse sobre sus actos y sus consecuencias. Esa banalidad estaba tan presente en Auschwitz como en otros lager y supuso un elemento decisivo en los planes de exterminio previstos por Hitler y el régimen nazi

Levi despliega una extraordinaria capacidad para mostrarnos un cuadro completo de la barbarie en sus términos más dantescos y a la luz del principio más elemental de toda moral: la condición sagrada e inviolable de la vida y la dignidad humanas. A pesar de la fragilidad de la memoria a la que él mismo alude, la suya ha hecho posible este testimonio imperecedero del que puede considerarse uno de los momentos más siniestros y oscuros de la historia de la Humanidad. Es también, o debería ser, una luz roja permanente que avise cada día a las nuevas generaciones de hasta dónde puede llegar la crueldad del ser humano para con sus semejantes cuando el fanatismo, el odio y el sectarismo anulan la razón y la moral y aplastan todo aquello que nos distingue de las bestias más feroces.