Nunca me han gustado las agujas. La primera inyección se la puse al catedrático cuando aún era estudiante principiante de medicina, y fue algo que hice aterrada y obligada. No tuve opción, mi señor padre no admite un no por respuesta, si consideraba que, como parte de mi formación, debía encargarme de ponerle aquella vacuna, no había escapatoria. El mejor ejemplo de su pedagogía fueron sus clases de natación, mis primos huían despavoridos cuando le veían acercarse. Como estrategia para disfrutar de la piscina sin niños alrededor era infalible.
Con esos antecedentes, resulta paradójico que vengan pacientes ex profeso a mi consulta para que les pinche. No sé si todas las profesiones influyen tanto en la persona como la Medicina, pero si en mi adolescencia me hubiesen contado que la sangre y las agujas iban a formar parte de mi entorno habitual, me habría reído del profeta; sin embargo, así son las cosas.
El pánico a las agujas es casi universal (la excepción es el catedrático). Hace poco atendí a dos hermanas; como la enfermedad no se manifiesta de forma homogénea en todos los pacientes, una tenía más afectación que la otra. Sin embargo, fue la que menos lesiones tenía de ambas la que, en medio del proceso, comentó que se encontraba mal. Me explicó que últimamente tenía subidas de tensión y que notaba que eso era lo que le estaba ocurriendo. Por fortuna, las enfermeras estaban en la sala de al lado y en un momento acudieron en mi auxilio y le colocaron el esfingomanómetro. Para tranquilidad de todos, la tensión estaba en perfecto orden, todo era cuestión de aprensión. Terminé el tratamiento, poco a poco y con mucha anestesia y, al acabar, le dice la mareada a su hermana (que se había llevado, con diferencia, la peor parte en las infiltraciones), "pues esta vez casi ni me he enterado". Uno de estos días las enfermeras tendrán que tomarme a mí la tensión.
Otra anécdota es la de una paciente que me llamó casi sobre la marcha, cerca del final de la mañana, para ver si podía verla ese mismo día, supongo que para que no se le pasase el ataque de valor, o con la esperanza de que le dijera que ya era un poco tarde y librarse de ese modo. Le respondí que no se preocupase, que la esperaba. Por desgracia, al vivir a cierta distancia, en el trayecto perdió todo el arrojo. Con esta ya era la cuarta (o la quinta) visita en la que me rogaba que no la infiltrara, y en todas las anteriores había atendido sus deseos, nunca obligo a un paciente a someterse al tratamiento si no lo desea, no es una sentencia, soy médico, no juez. No obstante, me daba un poco de rabia ver las lesiones ahí, listas a dar guerra, y no hacer nada. Hablé con ella y al final, gracias a la confianza, la convencí para que me dejase hacer un intento, claro que antes le prometí que solo la pincharía donde no fuese a dolerle (la nariz tiene zonas mucho más dolorosas que otras, y aunque un toque en una de las malas no le habría venido mal, en esta ocasión era mejor limitarse a las buenas, ya se verá qué hago cuando la otra parte presente batalla). Le puse los algodones de anestesia y los tuve un buen rato para darles tiempo a que hiciesen efecto. Di un primer picotazo rápido (es el peor) y le puse más anestesia. Con tranquilidad y paciencia, muchos pinchacitos cortos y aún más y más anestesia, conseguí infiltrar el tabique (la parte buena) sin que le doliera. Al acabar, la paciente estaba feliz por haber superado sus miedos.