Nos han enseñado a ganar siempre. Nos han mostrado el camino hacia la cumbre de los ganadores y su esplendorosa victoria cuando han conseguido la meta. Da la impresión de que si no hemos ganado no nos hemos esforzado lo suficiente y que, con ello, hemos dejado de lado esa responsabilidad que todos esperaban de nosotros. La culpa aparece entonces y con ella, la debilidad de dudar de nuestras posibilidades.
Estamos inmersos en la cultura del éxito. Quien no gana no vale. Este breve axioma ha determinado la coraza que hemos levantado ante las derrotas. No solo evitamos ser tocados por el fracaso, sino que también arengamos a los que lo sufren desde nuestra posición ególatra de ganadores potenciales. En el fondo, nos escondemos tras el miedo a ser dañados, criticados y humillados en favor de unos valores deformados por las corrientes de moda.
Hemos aprendido a valorar la sensación de ser derrotados como algo que ha entrado en nosotros con la intención de destruirnos. Entonces, en ese preciso momento salimos a comprar armaduras, armas y candados para no tener que volver a sentirlo nunca más. Buscamos todo tipo de cosas: siete pares de botas que caben unas dentro de otras; para evitar tocar el suelo; doce máscaras para que nadie pueda ver nuestro verdadero rostro; diecinueve armaduras para que nada pueda tocar nuestra piel, y mucho menos el corazón.
Estamos prisioneros de nuestras ansias de victoria y arrastramos los grilletes de nuestro temor a las derrotas. La verdadera causa de nuestra confusión es el no ser conscientes de que tenemos una riqueza ilimitada y este desconcierto se hace más profundo cada vez que aceptamos esta sin razón de que unos ganan y otros pierden cuando logran tocarme o si logro protegerme.
Tanto la victoria como la derrota deben ser únicamente llaves hacia el corazón. Puertas de entrada hacia la conexión con lo que nos lleva a ir más allá del llamado sentido común. Momentos en los que podemos preguntarnos de qué forma se han instalado esos sentimientos de desagrado o de euforia en nuestra conciencia y qué significado profundo tienen como reactivos en nuestra conducta. Preguntarnos, tal vez, por qué somos tan vulnerables en la arrogancia y tan poderosos en la debilidad. Saber, en definitiva, que cualquier emoción que nazca en el corazón tiene un sentido, está ahí para algo y seguramente terminará por ayudar a entendernos.
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