Agota responder a tantas estupideces si no constituyeran ataques intencionados para amilanar a unas clases trabajadoras ya lo suficientemente atemorizadas como para aceptar cualquier propuesta, por envilecedora que sea, que les permita mantener un sustento aún mísero. Y es lo que propugna el presidente de la Confederación de Empresarios, Juan Rosell, al abogar por retirar “algunos privilegios” de los contratos indefinidos y aumentarlos en los temporales.
Aquellas esquilmadas garantías que protegían el trabajo indefinido le parecen al patrón “privilegios” excesivos que impiden contratar temporales, aún cuando sólo uno de cada diez contratos son, precisamente, indefinidos. Pero le molesta al patrón de patronos que esa minoría que disfruta de contrato indefinido (no precisa cómo se accede a él) mantenga el “privilegio” de ser más cara a la hora de despedir, tenga que justificar ese despido de manera procedente y que reúna una serie de derechos laborales a vacaciones, permisos y formación que los temporales no tienen. ¿Por qué no los concede directamente a los temporales, en vez de suprimirlos a los indefinidos?
Claro que esta proclama contra los “privilegios” del trabajador indefinido la dice el que preside una organización cuyo anterior titular está en la cárcel por defraudar con sus empresas y tiene un vicepresidente que causa vergüenza ajena cuando se atreve a someterse a una entrevista en la tele, como la que hizo Ana Pastor a Arturo Fernández, bocazas de los empresarios madrileños, condenado por modificar las condiciones de sus trabajadores injustificadamente.
Les parecerá poco a estos charlatanes sinvergüenzas que el trabajador sea quien con mayor dureza esté soportando el peso de la crisis económica que nos asuela, les parecerá poco que los trabajadores carguen con la loza del paro cada vez que una empresa alegue dificultades en mantener beneficios, no por sufrir pérdidas, para reducir plantillas con ERTES, ERES o despidos colectivos; les parecerá poco toda la “reforma” laboral que el Gobierno les ha regalado con plenos poderes al empresariado para hacer y deshacer a su antojo, como despedir prácticamente gratis y volver a contratar en peores condiciones y sueldos más reducidos a la mitad de esos despedidos; les parecerá poco que ya no exista estabilidad laboral, ni protección efectiva ni tutelada judicialmente del trabajador, ni que se hayan suprimido derechos que combatían abusos; todo eso les parecerá poco a estos carroñeros del obrero. Y pretenden más.
Estos sectores privilegiados gozan de una enorme influencia política (a veces son los mismos actores) e imponen lo que les conviene: que el esfuerzo y los sacrificios los soporten los desfavorecidos, es decir, los trabajadores. E insisten en su afán por arrasar toda la red legal de auxilio y protección que contaba la fuerza del trabajo. Aspiran a tener masas indefensas y muy necesitadas que, cual esclavos, aguarden en la plaza del pueblo la llamada del amo para trabajar en sus posesiones a cambio de pan para hoy, nada de contratos y derechos para mañana.
Y esto hay que denunciarlo en cada ocasión porque no se les puede permitir ninguna ofensa más. No sólo por dignidad, sino por justicia y porque nuestros hijos se merecen, al menos, un mercado del trabajo que les ofrezca aquellas garantías que sus padres han gozado, ya ni siquiera que vivan mejor.