Profesora (por Isa)

Publicado el 09 septiembre 2014 por Imperfectas
Hoy he visto a mi antigua profesora de Historia del Arte. La he visto en su hija. Una mujer en la treintena. Tenía que ser ella. Era igual. El pelo rizado casi ensortijado, rubio, a la altura de los hombros. Los ojos lánguidos, la mirada sagaz. ¡Y esa barbilla! Una barbilla única, escondida, tímida. Es un encuentro con el que fantaseo desde que trabajo en el barrio donde sé que vivía ella hace más de veinte años. He querido decirle algo. Pero al final no me he atrevido. Espero que haya más ocasiones...
Leonor era una gran profesora. No sé si lo seguirá siendo. Hace mucho que no sé de ella. Era de esas docentes a las que se les nota que les gusta de qué hablan. Tenía un temple insólito. Recuerdo como si fuera ayer aquella vez que le llenaron el pelo de pelotitas de papel húmedas de saliva mientras hacía un esquema comparando Gótico y Románico en el encerado.
“¿Creéis que no me he dado cuenta de lo que estáis haciendo?”- preguntó a la clase sin una pizca de irritación en el tono y sin volverse para mirarnos. Después se sacudió la melena para deshacerse de las intrusas que cayeron al suelo, como bolas de un árbol de Navidad. Y cuando por fin se volvió lo único que transmitía su mirada era fastidio mezclado con la suficiencia de quién observa un rebaño de ovejas aturdidas.
Era capaz de dejar en evidencia al gamberro más irreverente sin perder los nervios y con una sonrisa de Gioconda en la cara, algo que sé de buena tinta exasperaba a algunos de mis compañeros. “La clave está en no ponerte a su altura” me dijo una vez en una conversación que tuve con ella al final de mi etapa escolar, cuando empezaba a pensar que los profesores también eran personas.
Sin duda, Leonor tuvo mucho que ver en mi cambio de percepción de los maestros, que hasta entonces habían estado desprovistos de humanidad. En el imaginario de los alumnos, los profes eran seres casi mitológicos, con sus rasgos físicos llevados a la caricatura, los motes que les poníamos exagerando sus defectos. Ella fue “la cariátide”, por su hieratismo sobrenatural, hasta el día que empezó a ser Leonor.
Ese día, Leonor me había pedido que la acompañase a cerrar el acuerdo con la agencia que nos iba a llevar de excursión a San Lorenzo de El Escorial, en visita guiada por el monasterio. Como delegada, no me quedó más remedio que ir. “Será un rato de nada” me animó cuando vio mi cara de desgana. Tuvimos que coger el 9 en la parada frente al colegio. “Aquí es” -me indicó desde el autobús- “vamos a pasar por mi casa para recoger unos papeles. Está en esa misma esquina.”
Su casa era mucho más pequeña que la mía, o al menos me lo pareció, sobrecargada como estaba de esculturas, lienzos y muebles antiguos. Leonor se disculpó para ir al baño y yo me quedé en el salón, observando los cuadros que no dejaban libre ni un centímetro de pared. “Son suyos” – me señaló una chica más o menos de mi edad desde la puerta – “y en el pueblo tiene aún más.”
Miré a la adolescente un poco incrédula. Ella se recogió en una coleta su larga cabellera dorada, y me explicó que su madre siempre había querido pintar, que en realidad su primera opción universitaria había ido Bellas Artes pero que le parecía más práctica la enseñanza. "Hasta a los artistas les viene bien alguien que les enseñe” – se justificó Leonor, que en ese momento salía del baño. “No todos son autodidactas como Van Gogh. Además, murió pobre, y yo no me lo puedo permitir”.