por Bárbara Ester y Esteban De Gori
El universo complejo y heterogéneo del progresismo latinoamericano enfrenta grandes desafíos en un momento crítico de la economía mundial. La crisis iniciada con el derrumbe de Lehman Brothers ha significado mucho más que el quiebre de un conjunto de empresas y bancos. Ha significado la introducción de fuertes dosis de inseguridad e incertidumbre -en un mundo ya poco seguro- y la remodelación del ámbito económico, lo que ha supuesto fuertes desequilibrios y desigualdades en los países emergentes, afectando a los sistemas políticos.
El bienio 2008-2009 fue el inicio de algunos problemas o de profundización de los mismos en las economías latinoamericanas, afectando a gobiernos conservadores y progresistas, los cuales, a la luz de los hechos, fueron los más perjudicados. Ello, fundamentalmente, porque la pauta de distribución de la riqueza y el subsidio de algunos servicios debió cesar o reducirse. Las clases medias de muchos países progresistas que habían visto aumentar sus posibilidades de consumo y acceso a bienes culturales se introdujeron por un tubo a la tendencia global de declive de la clase media. Sólo China y la India, entre otros grandes jugadores emergentes, contuvieron dicho declive.
Estas modificaciones mundiales impactaron en las economías y en el universo político. El Estado y la política pudieron hacer muy poco para resistir los embates globales y para reconducir algo que esa crisis había provocado: el desajuste entre el individuo y el Estado. Pero no sólo un desajuste de expectativas, sin un desajuste mucho más profundo: ese Estado y esa democracia particular no podían protegerlos de los efectos de la globalización. Los progresismos observaron atónitos la fuga de adhesiones y votos. Estos que habían distribuido riqueza y ampliado la participación política observaron cómo el mal humor social fue circulando por espacios ciudadanos que se creían adherentes centrales de sus proyectos.
En la actualidad, si por un momento corremos del escenario la situación venezolana y la realidad política nicaragüense, los gobiernos de Bolivia, Uruguay y México parecen haber encontrado formas de gestión de esa crisis iniciada en 2008 y que no ha cerrado. Han intentado reconfigurar la relación entre individuo-Estado calibrando las formas de intervención y de interpelación. Las experiencias gubernamentales de Bolivia y Uruguay –que son las más largas- han limitado sus primigenias expectativas, pero mantienen el poder con un importante apoyo social y con ciertas chances de continuar en las presidencias. Podríamos, aunque sea muy temprano, pensar que AMLO podría recorrer un sendero parecido.
Pero también existen progresismos que intentan volver al poder o mantenerse en un lugar gravitante de sus políticas nacionales. Éstos hoy poseen desafíos más importantes y necesidades más agudas, ya que será imposible repetir políticas como si ello implicase la fórmula del éxito electoral y político. Esas clases medias latinoamericanas que, aunque ven perder sus ingresos y posiciones, observan con dificultad apoyar experiencias progresistas que esgriman políticas anteriores, o sectores populares complicados en sus vidas cotidianas que se lancen directamente a los brazos de esos progresismos sólo arguyendo políticas universales (que, como sabemos, muchas de ellas fueron puestas en cuestión por esos sectores que las recibieron). Por tanto, este progresismo se enfrenta a grandes desafíos: por un lado, establecer un proyecto político teniendo en cuenta los desajustes económicos, políticos y culturales que abrió la crisis del 2008 y, por otro, intentar representar a electorados distintos sin caer en la búsqueda de la minoría intensa o del núcleo duro. Es decir, el progresismo latinoamericano se enfrenta a sí mismo. En el primer aspecto, estos proyectos supondrán refundar las relaciones entre el Estado, los individuos y la sociedad. Lograr mayor igualdad, pero en contextos de interpelación de lo individual. Más que focalizarse en la ayuda social, es importante que el momento igualitario –el momento de la igualdad de posiciones, como indica François Dubet
[1]– se realice en consonancia con la realización individual. Acotar la brecha de desigualdad es tanto un tema de lo universal como de lo individual.
En el segundo aspecto, los progresismos deben revisar la crisis de representación que existía y que se ha profundizado con la posmodernidad y con el quiebre económico mundial de 2008. Dicha crisis es inmanente a las ideas o proyectos colectivos. La suma de demandas individuales de consumo, de las identidades y de los actores colectivos no se transforma por ósmosis en proyectos de sociedad. La instancia principal de representación en los regímenes democráticos, los partidos políticos, presentan un debilitamiento en su capacidad de representar e interpelar. La crisis de los partidos políticos afecta a los progresismos dado que éstos fueron creados para representar identidades, no para representar demandas individuales, y ello debe ser revisado. La demanda individual posee alto contenido político y, muchas veces, fue comprendida como un contenido moral o inmoral. En este sentido, el marketing político y, en menor medida, la política en términos sustanciales, han sido clave a la hora de buscar representar individuos atomizados y se han servido con éxito de la volatilidad electoral.
Otro mecanismo que aseguraba sistemas de representación era el voto, o el mecanismo electoral. La fluctuación, la variabilidad en general en el mundo del voto, hace que este exprese una respuesta inmediata, generalmente una oposición que asegure un mecanismo de relación entre gobernantes y gobernados. No hay electorados ni afinidades fijas. Ni siquiera se puede pensar que un beneficiado será un adherente. La política progresista debe vivir con una regla de hierro: los beneficiados por sus políticas no serán permanentemente parte de su apoyo político.
A continuación se detallan algunos de los temas clave a los que se enfrentan los espacios políticos que aspiren a la realización de intereses desde la perspectiva de la igualdad de posiciones.
En el caso de los países donde el progresismo retrocedió en las urnas, como Brasil, Argentina y Chile –exceptuamos Ecuador ante la falta del cambio de partido- la expresión de una oposición antagónica fue clave. La confrontación no fue sólo de proyectos políticos, sino de valores y, extremadamente, la diferencia se tradujo en rechazo: xenofobia, aporofobia (odio a los pobres), racismo y el odio a las mujeres.
Situarse en un extremo de la polarización ha sido negativo en el caso de los países que participaron en el ciclo progresista, dado que asumieron un carácter personalista y no lograron generar sucesores continuadores del proyecto. En el caso de los países que no participaron del ciclo iniciado a fines del siglo XXI la asociación al mismo resultó clave para su crítica. A excepción de México, la polarización de proyectos fue finalmente capitalizada por el establishment.
- Corrupción, seguridad y orden social
La corrupción sirvió como ataque a los cuerpos de las presidencias y, atacando a los líderes, logró asociarse a todo el espectro político que representaba. El
lawfare no sólo logró hacerse del poder sino, fundamentalmente, fue un ataque contra los cuerpos de los líderes que consiguió desde mantenerlos alejados del país, a disparar portadas de los personajes en los tribunales o, directamente, tras las rejas. Con los nuevos progresismos la estrategia parece repetirse, aunque aún con falta de acciones judiciales la satirización y la divulgación de
fake news intenta mellar la reputación de los candidatos, y para ello se basa en representaciones gráficas de su corporalidad.
El progresismo le ha entregado a la derecha el tema de la seguridad ciudadana y orden público, sin tener una clara capacidad de respuesta frente a este problema. Los temas de seguridad ciudadana, orden público, anticorrupción y reforma del Estado son áreas en las que el progresismo latinoamericano debe avanzar sustantiva y decididamente.
A excepción de Bolivia -y el aspecto institucional de Michelle Bachelet-, los progresismos del siglo XXI no lograron -y, aun peor, no propusieron- medidas para obtener una igualdad real de género; aun así, la ampliación de derechos y el hecho simbólico de que las mujeres fueran lideresas incrementó la visibilización de las mujeres en la política. Pero no fue suficiente.
El posicionamiento con respecto al género dejó sabor a poco. Esto desconectó a los progresismos de los nuevos movimientos sociales emergentes, en general, y de la juventud, en particular, que perseguían medidas más radicales en torno a las demandas de género. Otros aspectos muy relevante en el siglo XXI han sido las diversidades, las uniones civiles y el matrimonio igualitario, todos temas en los que las izquierdas han tenido enormes dificultades para poder relacionarse positiva y constructivamente. Este es un error que no puede volver a cometerse si los nuevos progresismos buscan representar una opción no sólo de cambio sino de transformación.
El tema medioambiental ha sido una dimensión conflictiva estructural, conceptual y teóricamente. Los progresismos han seguido la línea del productivismo, en la que los temas medioambientales eran más bien obstáculos al desarrollo de las fuerzas productivas.
El desarrollo sustentable no fue una prioridad de los progresismos del siglo XXI. El ciclo de bonanza económico fue utilizado para la inversión social, priorizando al ciudadano urbano. La receta funcionó hasta el 2008, cuando la crisis comenzó a gestarse y el modelo mostró sus fallas y sus consecuencias a largo plazo. Las derechas no presentaron una solución; por el contrario, agudizaron o continuaron el problema. Esto deja a los nuevos progresismos ante un dilema, cuya solución implica fortalecer el tejido comunitario para buscar formas y alternativas de producción sostenible a largo plazo, lo que es especialmente un desafío en países productores de materias primas.
Un hecho que se repite es la compartimentación social de los ciudadanos en las grades ciudades, donde se recreó la lógica de la propiedad privada en la zonificación de la exclusividad. La militarización de los barrios pobres y el desalojo de vendedores ambulantes, entre otras, han sido constantes en los neoconservadurismos. El aumento de la renta aumentó la presión para expulsar a los pobres de la ciudad alegando seguridad y estética. En este sentido, la presencia en las calles se convirtió en un punto clave de la resistencia a los neoconservadurismos y una forma de participación clave de los nuevos progresismos.
En la actualidad hay tres grandes tipos de actores organizados. En primer lugar, los actores individuales que se expresan en público, una suma de individuos. En segundo lugar, actores que se identifican en torno a identidades. Por último, los sectores sociales que se nuclean en torno a un determinado impulso, como puede ser la necesidad de consumo. Los actores clásicos se han debilitado.
El aumento del proceso de individuación se ha incrementado, pasando de un mundo de intereses identificables, estables y colectivos, a un mundo de demandas individuales. De este modo emergen las demandas sin representación, es decir, que no tienen un colectivo específico que demande por políticas públicas. Asimismo, la mediación que hay entre la demanda y la política pública se encuentra mediada por la lógica de los medios masivos de comunicación.
Los progresismos se encuentran ante fuertes desafíos en momentos críticos. La reformulación y revisión de algunas de sus políticas anteriores son fundamentales para lograr mayores interpelaciones y no quedarse en territorios acotados o limitados por imaginarios de izquierdas que no entienden que todas las dimensiones de la realidad global e individual se recrean en las ciudades y en las democracias.
[1] François Dubet, «Los límites de la igualdad de oportunidades», Nueva Sociedad, No. 239, mayo-junio 2012, pp.42-50. En:
http://nuso.org/articulo/los-limites-de-la-igualdad-de-oportunidades/
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