Para el progresismo rampante, el aborto ha sido siempre un caballo de batalla con el que abrirse paso en las aulas, los periódicos y los parlamentos. Acabar con la vida de un no nacido que estorba era y es el no va más de la agenda progresista. La magia de las izquierdas, la pócima que hace caer desmayadas ante su hechizo a las poblaciones desprevenidas, es esa sicalíptica equivalencia entre progreso y cambio que permite a las mentes perezosas —legión— depositar su confianza en quien les anuncia “otra cosa” sin el enojoso esfuerzo de preguntarse por la categoría, mejor o peor, de lo nuevo. Ya Felipe González posaba para los carteles que le llevarían a la victoria bajo un lema que nos prometía “cambio”. Y lustros después, sería “la oposición” la que abrazara dicho sortilegio de nigromante como si se tratase de una scala coeli que podían robar a los socialistas aprovechando un descuido de sus detentadores. Lo mismo ocurriría con el concepto de “igualdad”, que también debe de sonarles a unos y a otros a varita mágica o piedra filosofal capaz de suscitar el embrujo de las masas.
Por eso, cada vez que las cosas se ponen de punta, el partido llamado por el destino a gobernarnos sin fin echa mano del cambio, digo del progresismo, que hace sonar en nuestros oídos una música como de lira neroniana. El país arde —precios en alza, sueldos menguantes, paro galopante, fracaso escolar y universitario desbocado, escarnio extranjero sobre nuestras fronteras, costas y calles, desafío separatista saliendo por los grifos de La Moncloa, censura en los medios vía presupuesto público, poder judicial aherrojado, deuda inflamable, espionaje de nuestras vidas digno de las peores pesadillas literarias, cultura clientelar cautiva, corrupción por todos los flancos…— pero no hay que inquietarse: gozamos de un Gobierno y un sistema establecido de progreso. ¿Y qué más progresismo que el aborto libre acorazado como derecho y con penas de cárcel a quien ofrezca una ambulancia con un ecógrafo a las mujeres que nunca han visto a sus hijos, justo antes de que entren en el lugar preparado para vender su muerte?
Recuerdo, porque sé que ha sido olvidado, que cuando una televisión nórdica grabó a escondidas al doctor Morin confesando sus fechorías y lo emitió, se encendieron todas las alarmas (antifascistas, por supuesto) en el Gobierno de Zapatero, que encomendó a Teresa Fernández de la Vega la reforma de la Ley para evitar que el mundo se echara encima de España por lo que aquí venía pasando desde que la despenalización abrió el coladero de los certificados médicos falsos. Tras Morin, vinieron las fotos de fetos deshechos en el cubo de la basura, en Madrid, así como otros escándalos que aconsejaron al presidente introducir algo hasta entonces ausente de su programa electoral. La cara amable la puso Bibiana Aído, con el apoyo de Leire Pajín, dos rostros adolescentes para suavizar las inocultables aristas de una Ley que el Partido Popular recurrió ante el Tribunal Constitucional ¡hace once años! ¿Oyen, señores magistrados? Once años sin que hayan encontrado un fallo en justicia. Sí, señora, bochornoso.
En aquella época, el doctor Poveda se la jugaba, y la perdía (la libertad), sentándose en la acera delante de los abortorios para protestar por el crimen abominable (Concilio Vaticano II dixit) que se cometía allí dentro. Acababa sistemáticamente en Comisaría, donde los policías le invitaban a café y bromeaban con él, para hacerle más llevadera la tarde. Los patronos del negocio llamaban a la Fuerza Pública advirtiéndoles que si no intervenían les denunciarían a ellos por permitir unos actos que les producían “lucro cesante”. Y aquí está el secreto del “progresismo”. Desde ahora, y dado que con las ecografías la “ambulancia por la vida” ha salvado ya mil de ellas, las alarmas han vuelto a sonar en esos circuitos que unen a los partidos “progresistas” —todos menos uno de los grandes— con las empresas del sector. Éstas han vuelto a invocar el “lucro cesante” y los políticos progresistas se han puesto de inmediato manos a la obra de legislar para proteger, dicen, el derecho al aborto y de paso el de sacar rendimiento económico a la inversión a él ligada. Naturalmente, el pretexto es el de siempre: la mujer, como si entre los órganos que van con los desperdicios de las “ives” al quemadero no se encontraran los femeninos.
Ángel Pérez Guerra