Prohibition

Publicado el 08 octubre 2013 por Diezmartinez


La frase publicitaria de la serie documental Prohibition (EU, 2011), dirigida por Ken Burns en colaboración con la también productora Lynn Novick, es un intraducible juego de palabras: "How did a nation founded on rights ever go so wrong?".  En esta inspirada línea está contenido el centro moral de esta teleserie, disponible en BD de importación desde hace tiempo y exhibida en la televisión de paga nacional. Es decir, ¿cómo es posible que un país que nació fundado en la defensa de los derechos haya llegado a esos extremos, negándole la libertad a sus ciudadanos de tomarse una o varias -o muchas- copas? ¿Qué estaba sucediendo en la nación americana para que, parafraseando al filósofo fundacional del liberalismo John Locke, el gobierno tuviera la pretensión de negarle a sus ciudadanos el sacrosanto derecho de arruinarse la vida? Burns divide la teleserie en tres episodios, cada uno de cerca de dos horas de duración: "Una Nación de Tomadores", "Una Nación de Transas" y "Una Nación de Hipócritas", y en cada uno de ellos nos muestra el camino errado que tomó el gobierno y la sociedad estadounidenses para tratar de aliviar un problema innegable -el rampante alcoholismo con sus terribles consecuencias- provocando, sin quererlo, la creación de problemas mucho mayores: por un lado, convirtió a millones de buenos ciudadanos en sempiternos violadores de la ley y, por el otro, provocó el nacimiento y desarrollo del crimen organizado tal y como lo conocemos en la actualidad. Tratando de hacer el bien, la prohibición del alcohol hizo mucho mal.
Una Nación de Borrachos
Burns deja claro en el primer episodio, "A Nation of Drunkards", que el movimiento a favor de la prohibición del alcohol no nació por generación espontánea ni fue el capricho de un par de moralistas desquiciados. La historiadora Catherine Gilbert Murdock -una de las innumerables cabezas parlantes que aparecen a lo largo del documental- aclara que en 1830 cualquier americano, a partir de los 15 años de edad, bebía unas 88 botellas de whiskey al año, el equivalente al triple de lo que se bebe en la actualidad en Estados Unidos. Los testimonios en libros, diarios, revistas y sermones a lo largo del siglo XIX en Estados Unidos son abrumadores: el alcoholismo era un problema social serio que provocaba muertes tempranas, violencia intrafamiliar, miseria económica. Las víctimas, por supuesto, no eran solamente los borrachos que dormían la mona en cualquier calle de cualquier ciudad, sino las familias de esos hombres a las que les faltaba dinero y les sobraba abusos y golpes. Por lo mismo, no es extraño que el Movimiento de Templanza -es decir, en contra del consumo de alcohol- naciera entre la mujeres. De hecho, el teólogo Martin Marty lo señala en algún momento del filme: La Liga de la Templanza fue no solo la punta de lanza de los prohibicionistas sino, también, el primer movimiento feminista en América.  De esta manera, las mujeres empezaron a luchar por los derechos de sus familias -a ser sostenidas por el hombre, a no ser golpeadas por el marido, a favor del bienestar de sus hijos- pero de ahí continuaron a luchar por sus propios derechos como mujer y, finalmente, a exigir el derecho al voto, pues muy pronto entendieron que la única forma de lograr cambiar algo en una sociedad democrática es, precisamente, usando las armas de la democracia. Y la principal -¿la única?- que entienden los políticos es el voto. Y si ese voto es de castigo, el aprendizaje es más rápido.  Así pues, para lograr la prohibición del alcohol constitucionalmente, había que construir una fuerza política y económica que sustentara el movimiento. El impulso original para prohibir el alcohol fue, sin duda, moral: había que evitar la degradación del ser humano a toda costa. Había que salvarlo de sí mismo. Sin embargo, esto no podía lograrse a golpe de hachazos -como la célebre e implacable Carry A. Nation, quien dirigió una cruzada antialcohol hacha en mano, destruyendo cantinas a diestra y siniestra a fines del siglo XIX- ni tampoco a golpe de sermones que no convencían a nadie: había que convertir este impulso moral en ley.
En las dos primeras décadas del siglo XX, una confluencia de fuerzas de distinto origen -fanáticas prohibicionistas del tipo de la señora Nation, sindicalistas de izquierda que veían al alcohol como una droga que embrutecía a los trabajadores, capitalistas de la talla de Henry Ford que señalaban que el alcoholismo dañaba la productividad de sus empresas, además de políticos de todo tipo que vieron la oportunidad de subirse a la cresta- lograrían finalmente su objetivo: presentar una enmienda constitucional para prohibir la fabricación, transporte y consumo de alcohol.
La industria del alcohol y las cerveceras -estas últimas en manos de inmigrantes alemanes, que fueron acorralados porque en la Primera Guerra Mundial Alemania era enemiga de los Estados Unidos- fueron lentas en reaccionar. Pensaron que el movimiento prohibicionista no llegaría muy lejos y vieron como un triunfo la condición para ratificar la XVIII enmienda constitucional que prohibía el alcohol.
Votada el 18 de diciembre de 1917, la XVIII enmienda tenía que ser ratificada por las legislaturas locales de 36 estados en seis años. El lobby cervecero estaba seguro que las fuerzas prohibicionistas fracasarían en su intento: después de todo, ¿quién en su sano juicio votaría para convertir en delito echarse un trago de whiskey, un tarro de cerveza? El movimiento prohibicionista no necesitó seis años para lograr su objetivo: apenas en 13 meses reunió, estado por estado, los números para ratificar la enmienda.
El 16 de enero de 1919 la ley estaba aprobada y entraría en vigor un año después: así pues, el 16 de enero de 1920 inició la Ley Seca en Estados Unidos. Ese mismo día, en la ciudad de Chicago, se reportaron los primeros robos de alcohol. La ley se había aprobado, claro está, pero muchos estarían dispuestos a violarla.
Una Nación de Transas
El título original del segundo episodio de Prohibition es "A Nation of Scofflaws", un neologismo que nació precisamente, a raíz de la prohibición. Un "scofflaw" era alguien que se burlaba de la ley bebiendo subrepticiamente. Aunque, a decir verdad, no había nada de subrepticio en ello. Al inicio del segundo capítulo, el narrador en off -la bien modulada voz de Peter Coyote- nos señala cómo llegaba el alcohol ilegal al Capitolio para ser consumido por los dignísimos representantes populares, cómo el presidente republicano Warren G. Harding acostumbraba servirle whiskey a sus invitados en la Casa Blanca, cómo los médicos empezaron a recetar alcohol por todo tipo de padecimientos -seis millones de recetas se prescribieron en ese tiempo- y cómo empezaron a pulular los famosos "speakeasys", o bares secretos, que de secretos no tenían nada, porque todo mundo sabía donde estaban, cuánto costaba el trago y la contraseña que había que dar para entrar a él. Además de los testimonios de siempre -de historiadores, escritores, intelectuales-, Burns pone frente a pantalla a varios ancianos que vivieron su infancia, adolescencia o juventud en la época de la Prohibición y ninguno de ellos se muestra particularmente avergonzado de que su papá, por ejemplo, se dedicara a hacer alcohol para venderlo ("así nos mantenía a todos") y, por el contrario, algunas venerables viejecitas recuerdan jocosamente lo emocionante que resultaba ir a un bar clandestino en esos rugientes años veinte. ¿Quién podía evitar que esos jóvenes quisieran beber un trago? Muy pronto fue más que evidente que la aprobación de la XVIII enmienda constitucional había sido un error. No solamente porque la gente seguía bebiendo -en esos años, por ejemplo, la importación de cocteleras se disparó significativamente-, sino porque, como lo dice el investigador legal Noah Feldman en el documental, esa ley bienintencionada pero absurda convirtió a millones de buenos ciudadanos en violadores consuetudinarios de la ley. Y algo más: provocó que el concepto mismo de la ley fuera puesto en duda. Si se puede violar la Prohibición y no pasa nada -la Secretaría del Tesoro contaba solamente 15 mil agentes para hacer cumplir la XVIII enmienda en todo Estados Unidos-, el ciudadano aprende que, acaso, también se pueden violar otras leyes. Y si esto le quedaba claro al ciudadano común y corriente, mucho más claro le quedó a un grupo de emprendedores inmigrantes de primera o segunda generación -irlandeses, rusos y, claro está, italianos- que verían la oportunidad de hacer un buen negocio proveyendo de trago a todo aquel que quisiera comprarlo.  Así, por supuesto, nació el poder de un tal Alphonse Capone, que a los 23 años se empezó a dar a conocer en Chicago para convertirse en el más famoso gangster de la historia, pero también el de otros menos conocidos como Ray Olmstead -un expolicía de Seattle que terminó comprando a toda la fuerza pública de esa ciudad- y George Remus -acaso el más importante contrabandista de su tiempo-, quien se escondía tras sus farmacias, perfectamente legales. Así nació el crimen organizado, tal y como lo conocemos o "el Sindicato", como Capone y sus colegas se empezaron a llamar: con un producto prohibido que muchas personas querían comprar y que nada ni nadie -mucho menos la ley- podía evitar que lo hicieran.  El diputado de Harlem, Fiorello LaGuardia, uno de los más visibles políticos anti-prohibicionistas, lo señaló desde el inicio: se necesitarían unos 250 mil agentes para hacer cumplir la XVIII enmienda, pero luego se necesitarían otros 250 mil agentes más para vigilar a los primeros que, muy previsiblemente, serían corrompidos por la mafia. Las palabras de LaGuardia resultaron proféticas.
Una Nación de Hipócritas
El tercer episodio de Prohibition nos presenta el escenario que llevó a la revocación de la XVIII enmienda. A pesar de que el fracaso era más que obvio desde el inicio, la realidad es que el experimento duró más de lo que podía haberse esperado porque también era innegable que Estados Unidos era una nación profundamente dividida. Mientras que en las ciudades nadie se tomaba muy en serio la prohibición -solo en Nueva York se calcula que había 32 mil bares clandestinos, muchos más de los que había cuando el trago era legal-, en el campo, especialmente en el medio oeste conservador y religioso, muchos ciudadanos seguían apoyando la ley.  Los dos rostros del país, el del campo y el de la ciudad, el conservador y el progresista, el WASP y el inmigrante, estarían enfrentados debido al alcohol. Así, mientras políticos liberales como el demócrata Al Smith perdían toda oportunidad de llegar a la presidencia por su religión -era católico- y por su abierta oposición a la XVIII enmienda, grupos racistas y ultraconservadores -en especial, el tristemente célebre KKK- tomarían fuerza suficiente para organizar marchas públicas en las que defendían la prohibición y decían que todos aquellos que bebían alcohol -especialmente los inmigrantes irlandeses, judíos, polacos, italianos, alemanes- eran anti-americanos. La contundente derrota electoral de Smith detuvo durante buen tiempo a muchos políticos: no era buena idea estar en contra de la prohibición, aunque muchísima gente la violara. La situación, sin embargo, empezó a cambiar poco a poco: la violencia en las grandes ciudades -Chicago y Nueva York especialmente- empezó a ser cosa de todos los días. La matanza de San Valentín -ocurrida el 14 de febrero de 1929 y atribuida acaso injustamente a Al Capone- fue la gota que empezó a derramar el vaso. Por un lado, las ejecuciones entre bandas rivales eran noticia diaria y los muertos no eran solamente mafiosos sino gente inocente que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y, por otro lado, en otoño de 1929 empieza la Gran Depresión. Es decir, sangre por un lado, desempleo y crisis por el otro.  La maquinaria política empieza a moverse en otras direcciones. En 1930 arrasa en las elecciones del Congreso el Partido Demócrata y su carismático candidato presidencial, Franklin Delano Roosevelt, opuesto a la Prohibición, tiene el camino libre a la Casa Blanca. En esa época de crisis rampante y con las consecuencias sangrientas y cotidianas de la violencia gangsteril, la posibilidad de que el alcohol pudiera ser consumido legalmente produciendo, además, innumerables fuentes de trabajo y con el gobierno cobrando los elevados impuestos de rigor, se convierte en una opción imposible de resistir para la clase política y para la propia sociedad, cansada ya de la Ley Seca. En 1932, pues, inicia el camino para revocar la XVIII enmienda, un proceso que terminaría con otra enmienda más -la número XXI- que sería confirmada el 7 de abril de 1933. El experimento prohibicionista duró 13 años, 10 meses y 18 días: el 5 de diciembre de 1933 volvió a ser legal el tomarse una, dos, varias o muchas copas.  La idea de legislar moralmente -es decir, obligar al ciudadano a no consumir un producto que puede llevarlo a la degradación- había fracasado de manera rotunda. Por supuesto, como bien nos recuerda la voz en off narrativa de Peter Coyote hacia el final de Prohibition, el alcoholismo siguió y sigue siendo un problema serio en Estados Unidos y en el resto del mundo. Pero también queda claro que prohibirle a la gente el consumo de algo que quiere consumir es inútil. La solución no está prohibiendo sino educando, convenciendo, apoyando: dos años después del fin de la Ley Seca en Estados Unidos, nació Alcohólicos Anónimos que, sin duda, ha hecho más bien por combatir el alcoholismo que aquella bienintencionada pero absurda ley que provocó más males de los que quiso evitar.
Las lecciones de Burns
Prohibition deja un par de lecciones. La primera, es una reflexión más que obvia por los tiempos que estamos viviendo: ahora que empieza a discutirse la pertinencia de legalizar el consumo de ciertas drogas -en especial la marihuana-, habría que revisar la historia de la prohibición del alcohol y qué lecciones dejó a Estados Unidos ese fallido experimento moral. El debate apenas inicia pero, por las señales que aparecen en el firmamento, pareciera que vamos por caminos similares a los de 1933 La segunda lección se refiere el aspecto formal. Estamos ante una depuradísima teleserie documental en la que Burns usa todos los recursos visuales/auditivos con un virtuosismo que, por ser natural en él -recuérdese su otra obra maestra Baseball (1995)-, se da por descontado. Además de la afortunada elección de las voces que dan vida a las personas reales a las que conocemos a través de fotos, cartas o películas -Tom Hanks, Paul Giamatti, Patricia Clarkson, Philip Bosco, Samuel L. Jackson, Jeremy Irons et al-; además del interminable desfile de articuladísimas cabezas parlantes compartiendo sus reveladores testimonios y/o reflexiones; y además del siempre elegante manejo de la cámara y el encuadre que, hurgando en fotos y documentos, nos descubre una mirada, una sonrisa, un carácter; disfrutamos de una deliciosa banda sonora con música y canciones de la época. De hecho, a ratos, dan ganas de poder aislar la música, subir el volumen, destapar una cerveza y, mientras escuchamos el burbujeante jazz, el doloroso blues, decir salud.