La copa se desliza por la barra del bar. De madera pintada de verde como queriendo rescatar algo de la naturaleza que algún día tuvo. Hay dos hombres sentados en dos banquetas altas, negras de plástico duro, cómodas para el inquieto bebedor y necesarias para el eterno novio. El más alto mira hacía su interlocutor y le hace un gesto conocido por ambos. ¿El significado? ¡Cómo está la camarera! Un gesto que sintetiza cuatro palabras.
Martín mide algo más de 1'80. De compresión robusto como él mismo suele etiquetarse. Camisa monocolor, roja. Los dos primeros botones están desabrochados. El segundo por calor, el primero se perdió en algún ataque pasional con alguna amiga eventual. Se toca el pelo. Es un tic común en él. Pelo largo que disimula el clarear de su cabeza.
Al coger la copa le da un trago corto y degusta su contenido. Ron con cola y algo de limón. Hacía tiempo que en aquel lugar no era necesario explicar las preferencias. Con un "Cristina lo de siempre" era suficiente. Llevaba algo más de dos años asistiendo religiosamente a ese bar todos los viernes. A veces con compañía, muchas de ellas solo. Esta vez le acompañaba Gonzalo. Ese amigo de la adolescencia que era capaz de tapar un vacío casi innato del día a día de Martín.
Hablaban de fútbol, de mujeres. De Asún, la profesora de matemáticas del bachillerato. Risas en el Haruki. En esa barra de madera verde. Delante de la copa llena de hielo y ron. Como todos los viernes. Pero ese día era diferente. Martín tenía algo que debía contar a alguien. Gonzalo fue el elegido.