"Robert estaba echado boca abajo justo en el exterior del búnker de control, situado a nueve kilómetros al sur de la zona cero. Cuando la cuenta atrás anunció que faltaban dos minutos, murmuró: "Señor, estas cosas son muy duras para el alma". Un general del ejército lo observó de cerca mientras sonaba la cuenta atrás: "El doctor Oppenheimer [...] fue poniéndose más tenso a medida que corrían los segundos. Apenas respiraba.[...] Los últimos segundos miró directamente hacia delante y, cuando se oyó el "¡Ya!" y apareció aquel estallido increíble de luz, seguido enseguida por el profundo rugido del estampido, la cara se le distendió en una expresión de alivio inmenso".
No sabemos, obviamente, qué le pasaría por la cabeza en aquel momento crucial. Su hermano recordaba: "Creo que solo dijimos: "Ha explotado"".
Después, Rabi vio a Robert desde lejos. Algo en su manera de andar, el porte despreocupado de quien está al mando de su destino, le puso la piel de gallina: "Nunca olvidaré cómo caminaba, nunca olvidaré el modo en que salió del coche. [...] Estaba en su apogeo, [...] caminaba como dándose aires. Lo había conseguido"".
Lo que había conseguido J. Robert Oppenheimer (Nueva York, 1904-Princeton, Nueva Jersey, 1967) es que la Trinity, la primera prueba de un arma nuclear realizada por los Estados Unidos, fuera un éxito y se convirtiera en la primera explosión nuclear realizada por el hombre. Fue un éxito para Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan. Fue un éxito para el equipo de científicos que trabajaron contrarreloj para que el proyecto se materializara. Fue un éxito para los Estados Unidos. Personalmente, lo siento como un fracaso de la humanidad, así como me siento más cercana al lamento de Isidor Rabi, el cual había rechazado formar parte del proyecto aduciendo "que no quería que "la culminación de tres siglos de física" fuera un arma de destrucción masiva".
Cielo brillante, bola de fuego, calor alarmante, un color violeta que se asemejaba a una aurora boreal. Así recuerdo las impresiones de los asistentes a la prueba recogidas en el libro que os traigo hoy. William L. Laurence, el periodista de The New York Times escogido para cubrir el acontecimiento, describió así la explosión: "El gran estallido llegó unos cien segundos después del gran relámpago, el primer llanto de un mundo recién nacido". Cabría preguntarse qué nuevo mundo era (es) ese. Cabría -casi ochenta años trascurridos desde ese 16 de julio de 1945 que no auguró nada bueno- comenzar a esbozar alguna respuesta. No en vano, y tal y como comentan los autores en el prefacio a esta biografía, "la historia de Oppenheimer nos recuerda también que nuestra identidad como pueblo sigue conectada íntimamente con la cultura de lo nuclear", la cual ha moldeado nuestra forma de entender el mundo. Y es que "¿cómo podemos suponer que algo tan poderoso, tan monstruoso, no va a conformar después de [...] años nuestra identidad?"
A la zona escogida para detonar la primera bomba atómica de la historia, a casi cien kilómetros al noroeste de Alamogordo, Nuevo México, los españoles la habían llamado la Jornada del Muerto. "Oppenheimer llamó al lugar de la prueba "Trinity", aunque años después no sabía muy bien por qué escogió ese nombre. Recordaba vagamente tener en la cabeza el poema de John Donne que empieza: "Golpea mi corazón, Dios trino". Sin embargo, esto sugiere también que pudo haberlo sacado del Bhagavad Guitá; al fin y al cabo, el hinduismo tiene su trinidad en Brahma, el creador; Vishnu, el protector, y Shiva, el destructor".
Como podéis observar, Oppenheimer contaba con una vasta cultura más allá de la científica. Fue un gran humanista y lector. Había leído el Bhagavad Guitá en su sánscrito original. Tenía facilidad para aprender idiomas. Tal y como lo aclamaron en 1966 en la ceremonia de graduación de Princeton al recibir un título honorífico, fue "físico y marinero, filósofo y jinete, lingüista y cocinero, amante del buen vino y todavía mejor poesía".
Tras esa explosión que tiñó kilómetros de mundo de violeta a la que siguió el primer llanto de un mundo recién nacido a J. Robert Oppenheimer comenzó a llamársele el padre de la bomba atómica. El tiempo de juegos y pruebas había terminado. El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó una bomba atómica sobre Hiroshima. Tres días después repitió atrocidad sobre Nagasaki. La criatura de Oppie -así es como lo llamaban sus allegados- había cobrado vida. Una vida sobre la que él ya no tenía ningún control.
No sabemos si Estados Unidos hubiese logrado culminar el desarrollo de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial de no haber sido Oppenheimer el director del proyecto Manhattan. De no haber sido él, otro habría sido el líder. Indudablemente, él solo no lo habría conseguido. Pero es a él a quien tenemos. Es él, con sus luces, sombras y su infinita gama de grises, quien encarna la paternidad de la bomba atómica. Lo otro son conjeturas. Él y todo lo que orbita en torno a su figura y lo que representa es historia. Es historia no como algo pasado sino como parte de lo que somos.
La pregunta es: ¿qué lleva a un hombre a construir un arma de destrucción masiva, un arma -como él mismo calificó después- genocida? La respuesta es muy antigua y sigue y seguirá gozando de plena vigencia: el miedo. En este caso, miedo a que la Alemania nazi consiguiera construir una bomba atómica antes que Estados Unidos. Me gustaría poder añadir que, además de antigua, la respuesta es muy simple, pero no fue alivio lo que su amigo Isidor Rabi detectó en los ufanos pasos de Oppenhaimer tras la detonación de Trinity. "Estaba en su apogeo, [...] caminaba como dándose aires", recordemos que relató. Personalmente, me atrevería a hablar de vanidad.
La pregunta o las preguntas son: ¿qué lleva a un grupo de brillantes científicos a perseverar en la construcción de la bomba atómica cuando el enemigo a adelantar (Alemania) ya estaba vencido? ¿qué lleva a un hombre tan elocuente como Oppenheimer y que había dado muestras de estar comprometido con la justicia social (y no solo en su país) no solo al mutismo ante la decisión del gobierno estadounidense de atacar de manera atroz e indiscriminada a un Japón a punto de rendirse sino también a colaborar en la planificación de los ataques? No tengo respuestas.
Por simplificar el argumento que podría ofrecer Oppenheimer como respuesta a mi última pregunta, a tenor de lo leído en este libro diría que el físico abrazaba la idea de que la demostración de lo que podía hacer la bomba atómica concluiría en un futuro sin guerras. Objeción uno: la bomba que se sabía innecesaria para ganar una guerra que ya se sabía ganada inició lo que se conocería como la Guerra Fría contra la Unión Soviética. Objeción dos: aunque es cierto que ningún país ha vuelto a atreverse a usar un arma nuclear, no veo el futuro de Robert Oppenheimer, que es el panorama internacional actual, muy libre de guerras ni de esa otra forma de guerra que llamamos terrorismo. Reconozco que a toro pasado es muy fácil poner objeciones, pero, aun así, no ha dejado de pasmarme por momentos la ingenuidad del inteligentísimo y brillante doctor Oppenheimer.
Por aliñar de algún modo la simplificación del argumento que acabo de esbozar, haré referencia al profundo amor que J. Robert Oppenheimer sentía por su país. Cabría aquí desligar un país de su gobierno. Cabría dudar de que Oppie se planteara esa disociación en alguna ocasión (personalmente, no creo que lo hiciera). Cabría preguntarse si la lealtad a un país ha de estar necesariamente supeditada a la lealtad al gobierno de la nación en cuestión.
Muchas preguntas y mucho debate ético, como habréis podido observar, son los que me ha planteado esta lectura. Prometeo americano es una biografía exhaustiva de un personaje muy controvertido. Es 'la' "biografía de Robert Oppenheimer, físico, fundador en los años treinta de la escuela de física teórica más importante de Estados Unidos, antiguo activista político, "padre de la bomba atómica", destacado consejero del Gobierno, director del Instituto de Estudios Avanzados, intelectual público y la víctima más prominente de la era McCarthy". Como toda biografía, más allá de las peripecias vitales de la persona biografiada es interesante por el fresco que ofrece del contexto histórico, cultural y social en que se desarrollaron estas. En el caso de J. Robert Oppenheimer, no es solo que él mismo participase de forma activa en ese contexto sino que este -como ya he comentado- forma parte de nuestra identidad cultural y de nuestra forma de entender el mundo. Hemos crecido al albor de ese nuevo mundo creado por el poder destructor de la bomba atómica, escuchando hablar de la Guerra Fría, de la caza de brujas que fue el macartismo. Tal vez por ello, por haber sido acunados con ese runrún constante, no le hemos prestado demasiada atención ni nos hemos interesado lo suficiente por conocer sus entresijos, por saber lo que se coció entre bambalinas y cómo se coció, por detectar la herrumbre de sus cimientos, por bucear en detalle entre los muchas veces cuestionables motivos que alumbran (o más bien oscurecen) las decisiones tomadas por unos pocos pero que afectan a unos muchos. Para todo esto el monumental trabajo que han llevado a cabo Kai Bird y Martin J. Sherwin para llevar a buen puerto esta biografía es una oportunidad única. Así, Prometeo americano es, fundamentalmente, un libro político. También (o quizás probablemente por ello) es una lectura fascinante y perturbadora.
""No adoptábamos abiertamente ninguna postura política", recordaba Melba Phillips. Oppie le comentó una vez a Leo Nedelsky: "Conozco a tres personas interesadas en política. Dime, ¿qué tiene que ver la política con la verdad, la bondad y la belleza?". Sin embargo, a partir de enero de 1933, cuando Adolf Hitler ascendió al poder, la política empezó a colarse en la vida de Oppenheimer".
"Hacia finales de 1936 -relataría Oppenheimer a sus interrogadores en 1954- empezaron a cambiar mis intereses. [...] Hacía tiempo que sentía una ira feroz por el trato que se daba a los judíos en Alemania. Tenía familiares allí [una tía y varios primos], y más adelante los ayudaría a salir del país y traerlos aquí. Veía los efectos que la Depresión causaba en mis alumnos. Les costaba mucho encontrar trabajo, y, cuando lo encontraban, este dejaba mucho que desear. Observándolos empecé a entender hasta qué punto los hechos políticos y económicos afectan la vida de las personas. Comencé a sentir la necesidad de participar de forma más activa en la comunidad".
No es de extrañar que la situación de la época en Alemania preocupara especialmente a alguien de ascendencia alemana y judía como era Oppenheimer. La ayuda que prestó para salir de ese país se hizo extensible de sus familiares a físicos alemanes, algunos de los cuales conocía de su época de estudiante en la Universidad de Gotinga. Además, como profesor universitario en Berkeley vivió de cerca los estragos que la Gran Depresión, que se cebó especialmente con el estado de California, causó en la población de esta ciudad. Se interesó por la constitución de sindicatos. Se preocupó por la situación de los migrantes que llegaban del suroeste del país arrastrados por las tormentas de polvo (que tan extraordinariamente retrató, por cierto, John Stenbeick en La uvas de la ira). Estuvo a favor de la igualdad racial. Apoyó la causa republicana durante la Guerra Civil Española. Simpatizó con el Partido Comunista, contó con amigos dentro del partido y las ayudas económicas a varias de las causas que apoyó las realizó a través del mismo. Nada, pues, que deba escandalizar a cualquiera que tenga un mínimo de conciencia social. Nada que debería haber escandalizado a un país -Estados Unidos- que enarbola como ninguno la bandera de la libertad. ¿O sí?
Aunque todo es ambiguo en torno a la figura de Oppenheimer, no hay ninguna prueba fidedigna de que en algún momento hubiera estado afiliado al Partido Comunista. No obstante, sus coqueteos con el mismo alimentaron la sospecha continua y la paranoia malsana de algunos. Si sumamos a esto una conversación que pudo haberse quedado en mera anécdota, pero que debido a las múltiples versiones sobre la misma alcanzó coutas de confusión legendarias, así como la animadversión que nuestro protagonista sembró en ciertas personas (especialmente en una) y alimentó con la arrogancia de la que hacía gala en ocasiones y la torpeza que lo invadía en ciertos momentos más que inoportunos, las cuales le aseguraron un enemigo tenaz, paciente, sibilino y de largos y poderosos tentáculos, el resultado es que, a la larga, Robert Oppenheimer tendría la oportunidad de comprobar en primera persona que la política nada tiene que ver con la verdad, la bondad y la belleza, así como de entender hasta qué punto los hechos políticos afectan la vida de las personas. En este caso la vida que se vería afectada sería la suya.
En 1954 la CEA (Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos) celebró una audiencia de seguridad que se prolongó durante cuatro semanas con el objetivo de decidir si debían renovarse las credenciales de seguridad al notable físico. Aquello, más que una audiencia, pareció un juicio. Esto último no tendría demasiada importancia si no fuera porque el juicio fue injusto de principio a fin. Más allá de lo humillante que debió de ser tal episodio en la vida del padre de la bomba atómica, para un hombre como J. Robert Oppenheimer supuso un duro golpe que le afectó profundamente.
La pregunta es: ¿cómo era ese hombre llamado J. Robert Oppenheimer? Centenares y centenares de páginas leídas de este libro y no sé cómo responder. Si vuelvo a simplificar (no se me ocurre otra manera que afrontar la infructosa tarea de hablar sobre esta biografía que simplificar y mucho), me animo a aventurar que Oppie encarna la ambigüedad humana. Admito también que lo anterior me lo ha inspirado el escritor Edmun Wilson, el cual asistió a las charlas William James que el físico impartió en 1957 invitado por los departamentos de Filosofía y Psicología de la Universidad de Harvard. El escritor anotó sus impresiones en su diario. Según cuentan los autores de esta biografía, aun admitiendo la inspiradora elocuencia y el poder de convicción del orador Wilson "salió de allí con una sensación de desasosiego ante las frágiles ambigüedades del hombre".
La elocuencia fue uno de los rasgos más destacables de Robert Oppenheimer. Sus discursos, habitualmente improvisados, fascinaban y convencían a la audiencia. Fue un gran sintetizador de ideas. Sus alumnos, a los que supo alentar, inspirar y encauzar, lo copiaban e idolatraban. Como físico teórico, abrió muchos caminos que otros transitaron y que fructificaron en grandes descubrimientos ajenos. Fue paciente e incluso bondadoso con quienes presumía sensibles, impaciente con los ignorantes, quizás fatalmente consciente de su superioridad intelectual sobre la mayoría. El físico Freeman Dyson manifestó sobre él "que era una persona cuya peor tentación era "conquistar al diablo y luego salvar a la humanidad". Ciertamente, conquistó la energía atómica, la convirtió en fuego infernal y después se erigió (con escaso éxito, todo hay que decirlo) en consejero gubernamental que abogó por la supresión del secretismo militar y por un compromiso internacional que garantizara la renuncia al uso de armas nucleares.
"En medio de todo ese debate congresual, Oppenheimer dimitió formalmente como director de Los Álamos. El 16 de octubre de 1945, en una entrega de premios para celebrar la ocasión, miles de personas, prácticamente toda la población de El Monte, concurrieron a despedirse de su líder, que entonces contaba con cuarenta y un años. Dorothy McKibbin lo saludó justo antes de que subiera a la tarima para dar el discurso de despedida. Oppie no llevaba nada preparado, y McKibbin advirtió que "tenía los ojos vidriosos, como cuando estaba inmerso en sus pensamientos. Después me di cuenta de que, en aquel breve momento, Robert se estaba preparando el discurso de agradecimiento". Al cabo de unos minutos, sentado en la tarima bajo el abrasador sol de Nuevo México, Oppenheimer se levantó para aceptar un rollo de papel de manos del general Groves: era un diploma de reconocimiento. En voz baja y sosegada, expresó que abrigaba la esperanza de que, en los años venideros, todas las personas que habían trabajado en el laboratorio pudieran echar la vista atrás y sentirse orgullosas de sus logros. No obstante, añadió una nota circunspecta: "Hoy debemos atemperar este orgullo con una profunda preocupación. Si las bombas atómicas se suman, en calidad de armas nuevas, a los arsenales de un mundo en guerra o a los arsenales de naciones que se preparan para la guerra, entonces llegará el momento en que la humanidad maldiga los nombres de Los Álamos e Hiroshima".
Prosiguió: "Los pueblos de este mundo deben unirse; si no, perecerán. Esta guerra, que ha hecho estragos en tantos lugares de la tierra, ha escrito esas palabras. La bomba atómica las ha deletreado para que las comprendan todos los hombres. Otros las pronunciaron, en otros tiempos, de otras guerras y de otras armas. Pero no prevalecieron. Hay quien sostiene, extraviado por un falso sentido de la historia, que hoy no prevalecerán. No debemos creerlo. Estamos comprometidos por nuestro trabajo, nos comprometemos por un mundo unido, ante este peligro común, por la ley y por la humanidad"".
No me digáis que no hay cierto toque mesiánico en el último tramo del anterior fragmento. No me digáis que no se desprende también de esas palabras cierta ingenuidad. No deja de sorprenderme esa ingenuidad en un hombre tan inteligente y polifacético que en ocasiones también dio muestras de brillantez en el análisis político. Sorprende asimismo la sumisión e inhibición que mostró en ciertos momentos ante el gobierno de los Estados Unidos. Cuando la situación le sobrepasaba, Oppie, un hombre tan aparentemente seguro de sí mismo, respondía con comportamientos irracionales, algunos de los cuales resultarían ser nefastos para él.
No es objeto de esta reseña juzgar a J. Robert Oppenheimer. Además, como nos advierten los autores de su biografía, para aspirar a comprender el comportamiento de un hombre no nos podemos detener en determinados acontecimientos sino que hay que intentar abarcar la totalidad de su trayectoria vital, así como el contexto más íntimo en el que esta se desarrolla. Cierto es que, dada la extensión y complejidad tanto de biografía como de biografiado, lo que yo estoy haciendo es precisamente detenerme en ciertos acontecimientos. Sin embargo, el que se anime a adentrarse en este libro podrá también saber de la infancia de Oppie, de su adolescencia, de sus tempranos años de juventud bajo la sombra de la enfermedad mental, de sus amores, su matrimonio y paternidad, de sus amigos, de sus solaces de paz en este incierto mundo, ... Podrá, entre otras cosas, saber cómo era vivir en El Monte -como los nuevos habitantes de la meseta sobre la que se alzó el Laboratorio Nacional de Los Álamos en el que se gestó la bomba atómica se aprestaron a llamar a esta-; descubrir esa singular rama del judaísmo tan alejada del sionismo que era la Sociedad por la Cultura Ética que tanto impacto tendría en la formación de los valores de nuestro protagonista y en cuya escuela, que alentaba "a los estudiantes a desarrollar "imaginación ética", a ver "las cosas no tal como son, sino tal como podrían ser"", se educó un pequeño Robert Oppenheimer; o echar un ojo a ese proyecto de paraíso en la tierra para los científicos que era el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton al que uno de sus cofundadores, Abraham Flexner, ya me había invitado a entrar en el ensayo que tan acertadamente Nuccio Ordine incluyó en su manifiesto La utilidad de lo inútil. Podrá también sentir sus filias y sus fobias por los diferentes personajes y personalidades que pueblan las páginas de esta biografía, muchos de ellos ilustres físicos como su protagonista. No en vano, Prometeo Americano es el resultado de nada más y nada menos que veinticinco años de minucioso trabajo. Merecidísimo es, entre otros, el Premio Pulitzer de Biografía que se le otorgó en 2006. Casi veinte años, pues, son los que hemos tenido que esperar los lectores españoles para poder disfrutar de esta apasionante lectura. Supongo que debemos su publicación a principios de este año que está a punto de expirar al avecinado por entonces estreno del biopic basado en este libro.
Prometeo americano tiene, pues, tantas capas como su protagonista. Personalmente, recelo de las personalidades tan complejas como la de Robert Oppenheimer. En concreto, las personas tan cautivadoras, arrolladoras y con tanta capacidad de persuasión y de generar adeptos hacen despertar en mí cierta alerta ante un potencial peligro. No soy tan ingenua como para creerme inmune a ellas, pero no puedo evitar que me inspiren cierta distancia y cautela. Prefiero personalidades que respondan a lo poquito que he podido conocer de Albert Einstein en este libro o como la de Frank Oppenheimer, hermano de nuestro protagonista y también físico. De ambos hermanos sus conocidos comentaban que "se parecían y no se parecían. Frank Oppenheimer caía bien a todo el mundo. Era como Oppie, pero sin mordacidad, estaba dotado de mucha de su agudeza y nada de su aspereza". "[...] el propio Robert diría de su hermano: "Como persona, es mucho mejor que yo"".
"Hoy debemos atemperar este orgullo con una profunda preocupación", hemos leído más arriba como parte del discurso de agradecimiento del padre de la bomba atómica en esa entrega de premios en la que ya se conocía su dimisión como director de Los Álamos. Cabe preguntarse si cabe (valga la redundancia) orgullo en quienes participaron en la construcción de un artefacto que sesgó de manera indiscriminada tantísimos miles de vida y contaminó radioactivamente a tantos miles más. Cabe no ignorar el poder de jugar a ser Dios que ofrece la ciencia. Cabe comprender ese prurito intelectual y científico y esa pequeña dosis de vanidad muchas veces legítima. Cabe admitir que la pasión y amor por la ciencia ciega muchas veces -especialmente en la juventud (y jóvenes eran en su mayoría los hombres de los Álamos)- ante las consecuencias de la aplicación de esta. Cabe no obviar el miedo a que fuera una bomba atómica alemana la arrojada sobre los Estados Unidos. ¿Cabe? eludir responsabilidades en decisiones que no habrían de tomar científicos sino militares y políticos. Cabe recordar que la ciencia debería estar al servicio del progreso y de la mejora de las condiciones de vida humana. Cabe incidir en que no estamos ante el caso de un descubrimiento científico que se usó posteriormente con aplicaciones nefastas, como recuerdo que eran la mayoría de los que Bejamín Labatut ficcionó tan maravillosa y fascinantemente en Un verdor terrible (por cierto que el chileno tiene nuevo libro del que espero dar cuenta el próximo 2024), sino ante algo que ya se concibió con un fin determinado y destructor. Cabe argumentar que la misma tecnología desarrollada con fines armamentísticos puede a posteriori relevarse beneficiosa en campos insospechados. Cabe aceptar que históricamente los períodos bélicos coinciden con los períodos en los que más avances científicos se producen (e implícitamente con los que más se invierte económicamente en ciencia). Cabe también dejar constancia de que, aunque al principio lo que reinó fue el entusiasmo entre los científicos de Los Álamos, al final hubo dudas. No faltó quien abandonara el barco, quien ni siquiera aceptara embarcarse, quien se mostró crítico y finalmente se sintió asolado por la culpa.
"No me arrepiento -dijo con calma- de haber contribuido al éxito técnico de la bomba atómica. No es que no me sienta mal; es que no me siento peor esta noche que la noche pasada".
Las anteriores palabras constituyen la repuesta a una de las tantas preguntas que le hicieron a J. Robert Oppenheimer a su llegada a Tokio en 1960. Como figura relevante en el panorama internacional en que Oppenheimer se convirtió, la capital nipona fue una de tantas ciudades que visitó por aquellos años. Nótese nuevamente la ambigüedad del padre de la bomba atómica. Claro queda que nunca se arrepintió de haber contribuido a la construcción de la bomba atómica y de haber liderado el equipo científico que la materializó, pero ¿quién podría, a tenor de tal declaración, discernir si sintió culpa por el daño que infligió su criatura? Cabe también poner el foco entre la muchas veces sutil diferencia entre la culpa y la responsabilidad.
En un viaje de juventud con amigos Robert Oppenheimer, del que ya he comentado que fue un gran lector, leyó a Marcel Proust. "Leerlo por las noches a la luz de la linterna durante su andadura por Córcega fue una de las experiencias más significativas de su vida. Lo arrancó de la depresión. La obra de Proust es un clásico de la introspección, y dejó en nuestro protagonista una impresión honda y permanente". En busca del tiempo perdido es "un texto místico y existencialista que habló directamente al alma atormentada de Oppenheimer" (recordemos, como he comentado muy por encima, la precaria salud mental de Oppie por aquel entonces). Una década después de haberlo leído, dejó ojiplático a su amigo Haakon Chevalier (quien fuera coprotagonista de esa conversación que tanta repercusión tuvo en las investigaciones sobre la lealtad de Oppenheimer) al citar de memoria un fragmento de esa obra que habla sobre la crueldad y que dice así: "Tal vez si hubiese sabido discernir en sí misma, como en todo el mundo, esa indiferencia a los sufrimientos que causamos y que, sean cuales fueren sus otras denominaciones, es la forma terrible y permanente de la crueldad, no habría pensado que el mal fuera un estado tan poco común, tan extraordinario, tan exótico y que procurara tanto descanso a quienes emigraban a él". "El joven Robert, en Córcega, sin duda memorizó esas palabras precisamente porque percibió en sí mismo cierta indiferencia hacia el sufrimiento que causaba a los demás. Fue una verdad dolorosa. Uno solo puede especular acerca de la vida interior de una persona, pero quizá ver impreso un reflejo de sus propios pensamientos, oscuros y gravados de culpabilidad, lo aligeró de su carga psicológica. Tuvo que ser reconfortante saber que no estaba solo, que aquel peso era parte de la condición humana. Podía dejar de despreciarse a sí mismo; podía amar. Y tal vez fue también tranquilizador, en particular por su condición de intelectual, poder decirse a sí mismo que había sido un libro, y no un psiquiatra, el que lo había ayudado a salir del pozo de la depresión", matizan sus biógrafos. Esta lección aprendida al leer a Proust probablemente fue tan perenne como profunda. "[...] "la indiferencia ante el sufrimiento que uno causa [...] es una forma de crueldad terrible y permanente". Lejos de ser indiferente, Oppenheimer era muy consciente del sufrimiento que había causado a otros en su vida, y aun así no se permitiría sucumbir a la culpa. Aceptaría la responsabilidad; nunca había intentado negarla".
La audiencia de seguridad de la CEA y su veredicto tocó a Oppie, pero no lo hundió. Cierto es que lo convirtieron en un paria político, pero no menos cierto es que en su lugar se hizo un hueco como figura intelectual respetada tanto nacional como internacionalmente. Tampoco deja de serlo que desde entonces en ocasiones "parecía haber perdido la capacidad o la motivación para luchar contra la "crueldad" de la indiferencia".
No sería hasta 1963, con la era Kennedy, que, aunque de modo simbólico, obtuvo la rehabilitación política. El carismático presidente anunció la intención de otorgarle "el prestigioso galardón Enrico Fermi, un premio de cincuenta mil dólares en metálico libres de impuestos y una medalla por los servicios prestados a la comunidad". El inesperado asesinato del joven mandatario impidió que este le entregara el reconocimiento. Fue su sucesor en la Casa Blanca, Lyndon B. Johnson, quien ofició la ceremonia de entrega del Premio Fermi.
"En el discurso de agradecimiento, Oppenheimer mencionó que un presidente anterior, Thomas Jefferson, "escribía a menudo sobre "el espíritu de hermandad de la ciencia". [...] Sé que no siempre hemos dado prueba de ese espíritu, pero no es porque carezcamos de intereses científicos vitales comunes o confluentes. Es en parte porque, junto con incontables hombres y mujeres, participamos en esta gran empresa de nuestros tiempos en la que probamos si el hombre puede preservar y ampliar la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, y vivir sin que la guerra sea el gran árbitro de la historia". Entonces se dirigió a Johnson y dijo: "Creo que es posible, señor presidente, que haya necesitado un poco de caridad y de valor para otorgar hoy este galardón, lo cual me parecería un buen augurio para todos nuestros futuros"".
Sin duda nuestros futuros -los de toda la humanidad-, más que de augurios, precisan de un mucho de caridad y de otro tanto de valor.
Traductora: Raquel Marqués García
Año de publicación: 2023 (2006)
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