Ridley Scott, ese director cuya carrera disfrutó de un más que espectacular arranque y un no menos impresionante descalabro a partir de su cuarta película, ha considerado que ha llegado el momento de buscar respuestas a las grandes preguntas formuladas por la humanidad. Y, para ello, el cineasta mete mano a uno de los tótems de la ciencia ficción y el terror: Alien, el octavo pasajero, del año 1979, dirigida por el propio Scott. Muchos pensarán que lo mejor hubiera sido que se hubiera dejado al universo “Alien” tal y como estaba (y que Scott hubiera seguido dirigiendo películas protagonizadas por Russell Crowe, que es, básicamente, lo que venía haciendo últimamente), pero lo cierto es que el universo “Alien” ya estaba tan de capa caída que tampoco es que nos venga de aquí. Y no nos engañemos, por lo menos Prometheus es bastante mejor que Alien vs. Predator. Bueno, digamos que es mejor que la 2.
Los investigadores encontrarán entonces, en el planeta, una especie de estructura artificial que contendrá, en su interior, un misterioso ser extraterrestre decapitado y una sala llena de un montón de urnas de las que emana un extraño líquido negro parecido al chapapote (lo raro del caso es que el primer científico en quitarse el casco, nada más llegar al planeta desconocido, no se hubiera metido rápidamente la sustancia en la boca para realizar una primera cata gustativa para ir sacando conclusiones). Cuando vuelvan a la nave, algunos de sus tripulantes empezarán a mostrar síntomas de una extraña infección, que empezará a crear ciertas tensiones en el equipo.