Y eso a pesar de que a mi alrededor la muerte ha estado siempre presente. Puedo contar al menos 20 amigos muertos en diferentes circunstancias. Todos jóvenes. Muertes injustas (¿qué muerte no lo es?) y tempranas, que no tenían nada que ver conmigo. Como si yo no pudiera enfermar, deprimirme y decidir "que hasta aquí" o sufrir accidentes. Como si la fatalidad fuese algo lejano y esquivo a mí o a mi familia. Como si mis hijos no fueran igual de frágiles que aquellos pequeños de los que no se cuenta nada "por si acaso" hasta no llegar a la mitad del embarazo.
Esa cosa: "la consciencia de lo efímero de la vida", no se siente solo como un "nos vamos a morir todos". Es darte cuenta de repente de lo afortunada que eres y de todo lo que tienes. Dan unas ganas inmensas de festejarlo todo. Muchas veces. Y de llevar esa "buena nueva" a todo el mundo como si hubieras descubierto la pólvora. Es amarte, amar tu cuerpo, tus defectos y pensar en lo absurdas que eran tus preocupaciones con 20 años, cuando no te ponías la camiseta de tu talla pensando en que estabas gorda...
El otro día, de vuelta a casa con mi amiga Irene-dentista, pensábamos en eso. Qué pena -o no, que sino no seríamos las que somos- darnos cuenta ahora, con casi 40 tacos, de lo lindo que era tener 20 años. Ojalá y entonces hubiésemos tenido el amor propio de hoy. Descubrir ahora, después de media vida, que hay que preocuparse menos y vivir más, reírnos mucho, amar despacio y ver crecer a los hijos sin pensar en que todo tiene que ser perfecto.
No lo es. En eso consiste vivir. En equivocarse muchas veces y volver a empezar.
Hace tres años la vida me hizo un regalo. No solo nació mi pequeño, sino la oportunidad de vivir intensamente de una vez. De dedicar tiempo a los míos para compartir la alegría de estar, que ya es bastante. De masticar pausadamente cada instante y verles crecer. Y por eso ahora, mi propósito de 2016 es disfrutar de la vida, aunque eso signifique cerrar proyectos, cerrar puertas, cambiar de sitio, de gente. Quiero vivir y amar.