Quizá la sentencia más famosa que recordamos de Plinio el Viejo sea la que éste le dedicó al pintor griego Apeles: “Nulla dies sine linea”. Lo que equivale a decir que en arte interesa el esfuerzo continuo, la aplicación meticulosa, la perenne voluntad de mejorar el trazo del día anterior. O, si se adapta la frase al mundo literario, que no dejemos pasar ni una sola jornada sin escribir.Esta última posibilidad es la que decidió convertir en bandera un empleado de banca llamado José Cubero Luna que, hacia los cuarenta años, emprendió por las tardes una liturgia liberadora, que lo hiciera olvidar la grisura matinal de su trabajo y lo reconciliara con su vocación: escribir(se) durante trescientos sesenta y cinco días. Aquellas “prosas profanas biseladas por la luz macilenta de la ventana trasera, luz de patio con olores domésticos y gritos de matronas”, que adquirieron forma en la Barcelona de los 80, aparecen ahora, llenas de todo tipo de tesoros: citas y referencias literarias explícitas o encubiertas (el lector sagaz descubrirá un centenar de las mismas), reflexiones sobre la vida que languidece y la que alborea (los padres del narrador y su hijo), alusiones autobiográficas (la tartamudez de José Cubero, que no lo abandonó hasta la mayoría de edad) o hermosas descripciones paisajísticas y costumbristas.El narrador de Valencia de Alcántara (que vivió parte de su infancia en nuestra tierra, como pudimos leer en el volumen Memorias de un niño murciano, publicado también por MurciaLibro en el año 2016) nos entrega un texto sin duda muy hermoso, donde cultura, reflexión y melancolía se van entrelazando en unas páginas de prosa cristalina, con gran riqueza de léxico y con musculación de adjetivos. Basta con acudir a capítulos como “Pobrecitos poetas” o “Los traperos del amanecer” para comprobar que nos hallamos ante un narrador con fino oído para la sintaxis y, sobre todo, con un talento innato para convertir las situaciones más variadas en excelente literatura.
Quizá la sentencia más famosa que recordamos de Plinio el Viejo sea la que éste le dedicó al pintor griego Apeles: “Nulla dies sine linea”. Lo que equivale a decir que en arte interesa el esfuerzo continuo, la aplicación meticulosa, la perenne voluntad de mejorar el trazo del día anterior. O, si se adapta la frase al mundo literario, que no dejemos pasar ni una sola jornada sin escribir.Esta última posibilidad es la que decidió convertir en bandera un empleado de banca llamado José Cubero Luna que, hacia los cuarenta años, emprendió por las tardes una liturgia liberadora, que lo hiciera olvidar la grisura matinal de su trabajo y lo reconciliara con su vocación: escribir(se) durante trescientos sesenta y cinco días. Aquellas “prosas profanas biseladas por la luz macilenta de la ventana trasera, luz de patio con olores domésticos y gritos de matronas”, que adquirieron forma en la Barcelona de los 80, aparecen ahora, llenas de todo tipo de tesoros: citas y referencias literarias explícitas o encubiertas (el lector sagaz descubrirá un centenar de las mismas), reflexiones sobre la vida que languidece y la que alborea (los padres del narrador y su hijo), alusiones autobiográficas (la tartamudez de José Cubero, que no lo abandonó hasta la mayoría de edad) o hermosas descripciones paisajísticas y costumbristas.El narrador de Valencia de Alcántara (que vivió parte de su infancia en nuestra tierra, como pudimos leer en el volumen Memorias de un niño murciano, publicado también por MurciaLibro en el año 2016) nos entrega un texto sin duda muy hermoso, donde cultura, reflexión y melancolía se van entrelazando en unas páginas de prosa cristalina, con gran riqueza de léxico y con musculación de adjetivos. Basta con acudir a capítulos como “Pobrecitos poetas” o “Los traperos del amanecer” para comprobar que nos hallamos ante un narrador con fino oído para la sintaxis y, sobre todo, con un talento innato para convertir las situaciones más variadas en excelente literatura.