Mis cuitas no terminan con las muelas. Creyéndome muy lista, hace un mes compré en la Plaza Carlos III un ventilador de techo con lámpara. A un precio inicial de 120.00 cucs, lo habían rebajado a 35 pues le faltaba la pantalla. No lo pensé dos veces, porque total, los bombillos fálicos que venden desde la “revolución energética” no caben dentro de ninguna pantalla. Pero, invirtiendo el sentido, cuando la limosna es tan grande, hasta el santo se asusta. Debí pensarlo dos veces y asustarme.
El electricista al ir a instalar el nuevo electrodoméstico, me advirtió que los tornillos para sujetar las aspas no eran los originales, y que por la evidencia de pintura, ya el ventilador había sido instalado y por algo lo habrían desinstalado. Su recomendación fue devolverlo.
Con la fecha de garantía vigente, me fui a Carlos III para solicitar la devolución del dinero. La misma empleada que me vendiera el ventilador me indicó que como era miércoles, era día de devoluciones, pero primero debía pasar por el taller, a unas cuadras de allí, porque ellos debían darme el papel para autorizar la devolución.
La caja del ventilador es voluminosa, y algo pesada, pero yo, que como todos saben, soy Licenciada en transporte público, previsora había llamado a mi hermano con carro para hacer la gestión. En el taller no tuve que esperar. Una empleada de las que a nadie le gusta encontrarse, me preguntó cuál era la rotura. –Lo mío no es por rotura, lo que yo quiero es el dinero.
Me fatiga pensar en las neuronas que gasté tratando de explicarle a la empleada; más neuronas de las que jamás tuvo ella. Temiendo un infarto, en mi ayuda llegó un joven, sin dudas con importancia en la cadena de mando de aquel lugar, entendió y simplificó: –No sé por qué la han mandado para acá porque su problema es con la tienda, no con nosotros.
Vuelta de nuevo para Carlos III. La misma empleada se puso en plan de ese no es mi problema, me señaló un papel pálidamente impreso en la pared al fondo del mostrador, como si el cliente además de la vista perfecta, tuviera que ser adivino de que allí dice algo sobre el derecho de devolución. Pero yo también tenía mi plan. Planté el cajón del ventilador en medio del mostrador y pedí ver al jefe de piso. Como impedía la atención a otros “usuarios” (a estas alturas se habrán dado cuenta de que en Cuba ser cliente es algo estrafalario y con toda seguridad, antipatriótico), la empleada mandó a un joven a buscar a Alain. Alain, no más llegar y oír mis razones, le dijo a la empleada: –Devuélvele el dinero.
Ya con el dinero en la mano, no pude contener la frase engatillada:
–Por eso esta cosa, tiene que fracasar.
Y el mínimo disfrute de los gestos y palabras de confirmación de la cola detrás de mí.