Proyectos de nacionalización

Por Nesbana

El tema de las identidades y de su construcción es algo que siempre me ha interesado desde un punto de vista intelectual y que, en la realidad del día a día como ciudadano, me ha sido totalmente indiferente. Es, quizás, por este motivo por el que siento gran rechazo y aversión a los continuos e insulsos intentos nacionalizadores por parte de nuestros gobernantes. Como ya se encargó Benedict Anderson de demostrar con bastante éxito, el nacionalismo y las naciones son una construcción humana, un artefacto sociocultural que es imaginado: de ahí su célebre idea de las “comunidades imaginadas”, comunidades pensadas y organizadas con una serie de rasgos que conviven de forma híbrida con el fin de asentarse en las mentes y los corazones de quienes habitan dicho territorio. Esta idea es tan evidente que suele pasar desapercibida cuando desde instancias diversas y oficiales existe la firme pretensión de formar nuestro sentimiento nacional en una vía de arriba hacia abajo: desde el Estado a la sociedad civil.

Uno de esos intentos que, desde hace un tiempo, despiertan mi sentido crítico y mi rechazo hacia a esta forma de identidad es la llevada a cabo en los metros valencianos. El transporte urbano forma parte de la esfera nacional, incluso de la esfera de comunicación nacional: es una herramienta usada, de forma común, por la gran mayoría de los ciudadanos que, de una forma racional, reconocen en estos metros o autobuses un sentido de lo público. Estos espacios de lo público —que, por otra parte, son ejemplo de la democratización y, por tanto, deberían ser espacios de encuentro y no instrumentos politizadores— se han visto invadidos por las famosas pantallas que erosionan nuestras conciencias con una información de lo más variopinta. Pero no es esto lo peor: en los metros valencianos han tenido mucho éxito las enormes pegatinas identitarias que rezan “Som Comunitat” (“Somos Comunidad”). Lo dice claramente: “somos”, no “sois” ni “son”; todos pertenecemos a ese ente político que es la “Comunitat” a la que todos debemos guardar lealtad, honor y profesar un amor envidiable. No hay que negar el valor nacionalizador que tienen proyectos como este: en muchas conciencias está firmemente grabada la consigna. Ha triunfado. La artificialidad de esta propuesta identitaria se ha tornado en natural, no es advertida por nadie: uno entra en el metro y ve normal encontrar ese tipo de mensajes, ¿somos la “comunitat”, no? Estamos ante otro de los muchos ejemplos de “nacionalismo banal” en términos de Michael Billig: un nacionalismo interiorizado y naturalizado que ofrece un cómodo marco de desarrollo humano, que no se ve problemático y que se acaba integrando en nuestra forma de vivir; es el ejemplo terrible de lo que relataba George Orwell en 1984 con esas temibles pantallas que se dedicaban a rehacer la historia continuamente para configurar las mentes de unos individuos alienados. Por supuesto, el otro gran recurso nacionalizador es nuestra televisión autonómica que estudia acuradamente las noticias que conviene emitir y la forma como presentarlas. Es el gran instrumento triunfante en el momento en que nadie se cuestiona por qué debe salir una calabaza gigante del campo valenciano como noticia a reseñar —obviando otras mucho más importantes— o por qué, semana tras semanas, las imágenes de nuestras playas —las mejores del mundo, sin duda— abarrotan nuestras pantallas llenas de turistas nacionales y extranjeros lanzando, así, un mensaje autocomplaciente y de simbiosis de la marca “comunitat” con el turismo.

Estos dos intentos son, siendo suaves en los términos, pacíficos, “banales”, inadvertidos: erosionan, sí, pero lo hacen desde la continuidad y la persistencia en el mensaje, pueden pasar desapercibidos perfectamente. No obstante, de forma eventual nuestros gobernantes vuelven a echar mano de recursos más agresivos y confrontadores para lograr una legitimación de su proyecto identitario y una complicidad triunfante. Las viejas batallas por los símbolos de la Transición están en punto muerto pero, unidas al tácito triunfo de los recursos pacíficos y erosionadores, toman forma en intentos como el reciente veto a la denominación “País Valencià” —término cuyos detalles y pugnas históricos con la aprobación del Estatut han pasado a la historia en la mente de los valencianos—, o el clásico de agitar la bandera del anticatalanismo. Son actuaciones de un nivel político ínfimo y desesperado ante una crisis de legitimación del discurso y un malestar social latente que, por otra parte, sirven para acallar y desviar la atención de los problemas reales. La construcción de la nación debería hacerse desde un sentido de respeto hacia lo público, un ideal republicano de nuestros recursos y una convivencia democrática: todo ello especialmente en un contexto como el actual en el que la confrontación, que tan instalada está en nuestro día a día, no debería promoverse por estos medios.