Me gusta la psicología y la creo necesaria para vivir. Para vivir con conocimiento de causa. La considero una ciencia amiga. Amiga del alma, que eso es ser muy-muy amiga: íntima. Nos proporciona herramientas para entender nuestra compleja cabezota, para identificar esos cabritos pensamientos irracionales que tanto malestar nos generan, hasta enfermarnos en algunos momentos o etapas de la vida. Si aprendes a reconocerlos y a desmontarlos, tus emociones te lo agradecerán, porque ya se sabe que, según pensamos, según sentimos.
El puzzle de nuestra cabezota.
Esto en cuanto a psicología de terapeuta de palo, de andar por casa. Corríjanme los profesionales, alguna hay muy buena velando cerca. A ella, a su valía y luz, le debo buena parte de mi creencia y atracción hacia esa ciencia de difícil asiento de la que muchos desconfían y a la que otros tantos directamente vilipendian.
Una incomprendida, la psicología, en esta sociedad nuestra, todavía, a estas alturas del almanaque. Interpreto que la mayor parte de esa poca fe y descreimiento hacia sus beneficios radica en la ignorancia. Tampoco ayuda a confiar en esta disciplina el escaso peso que se le concede en el sistema sanitario público nacional. Se echa en falta un soporte psicológico por defecto, parejo o posterior al el tratamiento de duras patologías físicas que nos conducen al hospital.
Los siento también por quiene ejercen esta profesión en el sector privado, que son la mayoría, pero la realidad es que acudir al psicólogo es caro y, tal y como se ha puesto la vida, casi un lujo.
Las pachuchas almas son injustas con esta hija de la filosofía, que trata de aquello a lo que atañe al espíritu, que lidia con los procesos mentales. Porque no está en su mano aniquilar los problemas, cambiar el pasado de las personas o concederles deseos. La psicología no es maga. No llega ni a pitonisa. No usa varita ni bola. Y quien de ella reniega esto desconoce.
A estas andadas de la evolución, el ser humano ya debiera saber que no existen los remedios mágicos a los males que otros, nosotros mismos y la propia naturaleza nos inflingimos. Poner esa responsabilidad y esperanza en una ciencia, es mucho poner.
Quien comprueba el bien que la psicología reprte corre el peligro hasta de engancharse. Qué maravilla contar con una psicóloga de bolsillo para entrenar para seres felices en vez de autodestructivos, cabestros reincidentes. Por ahí van los tiros del coaching, tan de moda en ciertos ambientes.
Desde la palabra, la psicología te ayuda a desenmascarar, a entender tu zozobra y a buscar la costa, otros enfoques y perspectivas que hagan menos pupa, a visualizar salidas que nazcan de decisiones razonadas, sanas, fundamentadas. Te enseña a comprender que el lenguaje importa.
La medicina de la palabra
El psicólogo se lo pensará mucho antes de empastillarte. Su medicina será primero, después y siempre la palabra. Al psiquiatra, hablo en general, en cambio, le cuesta poco tirar de receta para drogar los problemas en vez de solucionarlos. Disculpen esta visión radical, pero así está montada, por desgracia, una parte de la psiquiatría española. Pienso que los psiquiatras despachan psicofármacos con demasiada alegría, creando en algunos casos, dependencias de por vida. La vida de una persona no la puede solucionar una pastilla. Esta praxis mejorable ha sido evidente durante la gestión de la crisis socioeconómica en nuestro país, que a tant@s ciudadan@s ha llevado a las consultas de la psiquiatría pública.
Al pelo de esta oda sin pretensiones a la psicología que hoy esbozo me viene el post de Mónica G. Somoano reivindicando el valor de una profesión que, como el famoso eslogan de Teruel, «existe».