Psicosoma | Adonis Anca

Publicado el 10 julio 2024 por Jmartoranoster

Pedacito de algodón níveo

alegre y singón,

no había copa ni corazones de pavo

sin tu golosa probadita.

A nivel racional, entendemos y conversamos en torno a la muerte. «Lo más seguro es la muerte». Así funcionamos con seguridades imaginarias. Instruimos con alientos, duelos, empatía y resiliencia para su aceptación. Sin embargo, todo se derrumba cuando nos toca y «hacemos aguas» ante la muerte de seres amados.

A nivel emocional, cuesta modular los sentimientos. Las ataduras invisibles de cordones de plata y oro nunca desaparecen, ya que están prestos al buceo del océano inconsciente. La impronta materna y la vida uterina se abren en las huellas de Mnemósine. Templar el alma es un arduo trabajo: crear diálogos internos, amar a Leteo (el olvido) o realizar autoanálisis. Las «recaídas» nos hacen más humanos y son bienvenidas para concienciar, para retomar el hilo lúcido en nanosegundos. Este sería el objetivo de la clínica y las psicoterapias: reconocer los «trances» y ralentizar procesos al visualizar, ensayar e incluso «hibernar» en temporadas de invierno o primavera. Nada es pérdida en los movimientos psíquicos, a través de los mundos poéticos y oníricos.

Muchos, en estado de negación, prefieren «robotizar la mente» o educar y alfabetizar emociones y sentimientos. No se dan cuenta de que fuimos condicionados y seguimos con modelos del análisis experimental de la conducta (AEC) de la Caja Negra de Skinner, o modelos neuropsicológicos y cognoscitivos. La inteligencia artificial (IA) podría ser un útil instrumento de apoyo en clínica, siempre que se utilice de manera ética.

Trabajamos con inteligencias concretas, múltiples, de un ser sintiente, del hacer cognoscente que pueda conocer su hechura anímica, neurofisiológica y su sistema nervioso central. Creo que los usos adecuados de la inteligencia artificial, con contenidos individualizados, ayudarían en casos como los implantes en áreas cerebrales —hipocampo, Broca…—, que aliviarían las crisis de los maníaco-depresivos, hebefrénicos, psicóticos, psicópatas, sociópatas y una lista de síndromes, que podrían funcionar sin tanta dependencia a Benzodiacepinas y antidepresivos como Prozac, Risperidona, Diazepam, Zoloff…

Maga, con sus claridades nebulosas, irrumpe en sollozos y gritos desgarradores que inundan el espacio. Lanza los cojines, rompe papeles y peloticas. Un llanto de «cabezas de aguas» arrasa con todo. Balbucea palabras y drena en quince minutos.

No se cansa de repetir: «¿Hasta cuándo vivo? Quiero terminar esta película, apagar la tele, no quiero pensar en el monstruo. No sé qué me pasa. Por favor, esta desesperación me ataca y asfixia. Primero viene de color azul egipcio, el humo intenso, el azul oscuro. Vea, estoy amoratada, a punto de…».

«Maga, dejaste de tomar Vortioxetina, la fluoxetina, y no eres inmune. Te perdiste medio año y yo no soy una bombera…».

Pienso en Adonis, el penúltimo de la manada, que superó en años a su madre Hades. Hades, una poodle pequeña, tuvo un único cachorro. Ella tenía casi siete años, y vivíamos en Los Tapiales de Maturín, al lado de un bosque inmenso con pocos vecinos. Estrenamos la casa y fue mi primer intento de vivir sola. Hades y Brandon se flecharon. Se olfatearon. Brandon era un perrito de doce meses, de corta vida, que murió a los cinco años por el disparo de un cohete. Hades lo tenía amarrado en la bodeguita. Ella, melosa, montó al perro. Los vecinos grababan la cópula plena.

Luego, con el paso de los días y semanas, cuando íbamos de compras, apenas le prestaba atención al perrito coqueto. Se volvió odiosa y se olvidó de Brandon. Las vecinas, al notar la barriga de Hades, me pidieron perritos. Así comenzaron las anécdotas sobre «la señora de los tres perros blancos». Con el tiempo, nos mudamos con el padrote que venía en camino.

Tenía un prominente barrigón que la arrastraba por el suelo. Un 13 de junio, la romántica perrita Hades dio a luz al poeta Adonis. Ese día, mientras mi hija y esposo se dirigían a la velada cultural de boleros, yo buscaba a Hades sin éxito. Finalmente, la encontré escondida entre unos trapos, relamiéndose. Le dije a mi familia: «Vamos a tener perritos».

La tarde-noche fue inolvidable. Recordaba haber asistido a partos de animales. Hasta casi las diez de la noche, Hades corría, se escondía, mordía trapos y arañaba el suelo. Sin embargo, no dilataba ni perdía líquidos. La acaricié y sus ojitos miedosos no se apartaban de los míos. Aullaba. Comencé a masajear su panza, nariz, cabeza y nuca. Finalmente, comenzó a dilatar. «Tú puedes, Hades. Puja», le decía, pero a pesar de sus esfuerzos, nada salía. Varias veces, quiso dormir, pero la animaba: «Hades, puja. El perrito está por venir. Puja, Hades…». Le humedecía el hocico y la hacía caminar un poco. Continuamos así hasta que finalmente salió un cachorro peludo, blanco como la nieve, gordo e inmenso. Hades cortó el cordón y se comió la placenta, limpiando al pequeño. Lo revisé y sentí algo. Le dije que pujara de nuevo, y ella se acomodó para amamantar a su primogénito, el más bello de todos. Lamentablemente, este cachorro falleció el pasado 30 de junio, a los 18 años.

La bella Magdalena llora desconsoladamente. A los quince minutos, la interrumpo en sus gritos y autoagresiones. La llevo a la camilla para rememorar sus viajes y anotamos el día de su última consulta. Le digo: «Ahora estás en modo cuento». Ella habla, entiende sus recaídas y me molesta su falta de responsabilidad en las entrevistas mensuales. «Vamos a aliviar tus dolores y apegos, centrándonos en tu respiración, de forma lenta…».

Rosa Anca