Psicosoma | Sakura

Publicado el 30 enero 2024 por Jmartoranoster

Un viejo estanque.

Se zambulle una rana:

ruido de agua.

Basho

30/01/2024.- El pasado sábado 13 de enero celebramos el cumpleaños de la preciosa María Graciela, junto con algunas amigas en una típica «fiesta de chicas». Todavía bajo los efluvios de las fiestas decembrinas y el calor tropical, surgió la magia del primer trimestre que se está yendo en un suspiro y, al despertar, ya nos encontraremos con que es mitad de año. Nos preguntaremos entonces: «¿Qué pasó?». Pasó «que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son».

Los seres humanos somos ritualistas y el símbolo redondo del queque y las luces nos hablan del universo inescrutable. Es igual que los tantos desatinos que cometemos con la dadora madre tierra, Pachamama, esa que se replica en un símil benefactor en las hermosuras de Eneida, la «abuetía»; Neybis Osiris, la diosa madre vital; Emily, una tica de alma noble; Paola, de gran ternura; las primas jovencitas Michelle, Antonella y Angie; las amigas de Limón, Yanis e Inés… En fin, una floración de chicas lindas al cuidado atento del anfitrión Aarom Sax.

Realmente, fueron momentos inolvidables, y por ser todos migrantes se percibía esa capacidad de rehacernos. Nos sentíamos como si estuviéramos en casa, con una alegría infinita de sanación posible frente al desarraigo, bajo el manto protector de la bienhechora Pachamama y las estrellas del universo, al brillo de la Osa Mayor, Sirius, Alfa, las Tres Marías, Ankaa, Chacana…

Compartimos el juego creativo de pintar libremente y cada quien escogió sus colores para plasmar en el lienzo. A mi izquierda, me flecha Emy con unos cerezos en flor o sakura. Contemplar en silencio el nacer de brotes de cerezos de manos de la linda muchacha me enternece. Recuerdo entonces mi adolescencia, cuando compartía las actividades del Centro cultural Peruano Japonés: el ritual del té, las ceremonias de los elementos, las actividades de danza, pintura, cine, las celebraciones de sus cuatro estaciones, las ciudades, las amistades y los admiradores, como Hokama Taiki.

En Japón, en la primavera, desde el 23 de marzo a la primera semana de abril, brotan las sakuras, que duran una o máximo dos semanas de efímera divinidad. Tiñen todo de un manto rosa y yo percibo los eternos déjà vu de olores y colores. Recuerdo los colores impregnados en las entradas de las casas —al estilo del poeta del color e imagen, Kurosawa—; los porches en Maturín, de color rojo carmesí por la pomarrosa o pumalaca, que en Costa Rica llaman pera de agua…

Los japoneses celebran el festival Hanami, que significa «mirar las flores», con ritos de profunda espiritualidad, del ser efímero, en la constante del estar y no estar, la vida y la muerte entrelazadas. Como toda cultura animista, los cerezos son vistos como seres sagrados. Creen que las almas de los dioses y diosas de la montaña viven dentro de los árboles, una especie de espíritus llamados apus. En ese momento de floración, que tiñe la tierra, es la época de la siembra del arroz y los agricultores manifiestan que «los dioses bajan a las villas y se convierten en arrozales para ayudar a la producción del cereal».

Esto realmente simboliza nuestra vida fugaz, de contrastes y matices. En unas semanas se transforma la vida desde un amanecer, medio día, tarde, ocaso y noche, al contemplar bajo los árboles el breve tránsito, ya sea en solitario o en familia. Somos apenas instantes.

Percibo, de reojo, a Emily, quien plasma la eternidad en un cuadro, mientras todas en ese instante nos conectamos creando, con cada trazo salido del inconsciente. Yo veía con quietud despierta a Emy y le decía: «¿Me puedes pasar más colores? ¿Qué pintas?». Ella respondió: «Unos cerezos en flor». Menciono entonces Cerezo rosa, nombre de una canción famosa que mi padre me enseñó a bailar. Me surgen los recuerdos de Maturín, del escultor y pintor Julio Vera, casado con una japonesa y sus hijos, quienes llevan nombres de árboles venezolanos.

Algún día iré al parque, al río Kamo en Kioto, para bañarme un par de semanas durante la floración de la sakura, e iré por el «camino del samurái» o bushidō, bajo los cerezos de rosa intenso, al encuentro del poeta samurái, amante del harakiri, la muerte noble, del suicidio —seppuku—, en el esplendor de su vida, al pie de los árboles, como un intento de ver la belleza por última vez antes de morir.

Te deseo toda

la felicidad. En paz

tiznada yazco.

Murasaki

Rosa Anca