I.
El pueblo en sentido fuerte es la memoria viva de los ancestros, la tradición sedimentada en la costumbre y las instituciones, la prudencia extraída de la historia nacional, los monumentos como testimonio invariable del pasado; en fin, todo aquello que marca su carácter distintivo respecto a los pueblos vecinos.
Si el pueblo fuera la capacidad de la multitud en abstracto para decidir cualquier cosa, todo el género humano sería un solo pueblo. Partiendo de ahí, cabría inferir que las leyes sobre las que se fundan los gobiernos y se erigen las fronteras suponen un obstáculo a la civilización, pues desnaturalizan un fenómeno previo a toda cultura, la humanidad, cuya esencia es intemporal y ahistórica. Es así que de la democracia cosmopolita a la anarquía media un solo paso.
II.
El principio según el cual todos deben ser escuchados antes de tomarse una decisión que los concierna puede considerarse justo, pero no implica el derecho a voto de aquellos a quienes se da audiencia. Se les escucha para conocer el problema, no para resolver cuál sea la solución, tarea para la que no son aptos ni imparciales.
Es por ello que las cuestiones difíciles no las despacha la mayoría ciudadana, sino que quedan en manos de los mejores, los cuales han de ser pocos para evitar la vacilación o el disenso. Así, resulta inconcebible una política económica que, representando intereses contrapuestos, adopte sus decisiones asambleariamente, esto es, sin planificación y, por así decirlo, al calor del momento; o un mando militar que, al fijar su estrategia, dé preponderancia al criterio de los rangos más bajos por ser los más numerosos, mientras soslaya el de los generales.
III.
Por otro lado, si hay algo infinitamente más dañino que la locura de uno solo es la demencia colectiva. Un loco puede ser aislado y corregido, como hacemos al envolvernos las heridas y contusiones, que sanan con el tiempo; muchos, en cambio, deben ser combatidos y extirpados del cuerpo social al modo de cánceres, dado que, al igual que éstos, descomponen progresivamente el organismo.
La locura, lejos de ser una singularidad histórica, constituye el estado connatural de todo pueblo, el cual, cuando se le permite fallar por mayoría, obra como un insensato, pues toma muchas decisiones que, al revelarse equivocadas, poco después repudia, cuando habría sido más juicioso seguir al partido que desde el comienzo las censuró. Procede al revés que el sabio, toda vez que éste se rige por principios y claras razones, acudiendo acaso a otros más capaces si titubea. Por el contrario, el idiota ignora a los más prudentes, sigue ciegamente a los que se apasionan y dan mayores voces, y sólo triunfa de su propia estupidez tras penosas experiencias, pagando con ello un precio muy alto.
El mismo pueblo al que se adula llamándolo soberano es tratado permanentemente como un menor de edad. Por este motivo no se procesa ni se castiga a los votantes por otorgar su confianza a mandatarios incapaces y desleales, ni por promover leyes inicuas o adherirse a ideologías que manifiestamente perjudican al interés común. En su lugar, o bien se suspende el juicio sobre qué sea lo bueno o lo malo (lo que es el efecto más perverso de la democracia), o bien se da por hecho que no hubo en el yerro mala intención, conduciéndonos de esta manera como hacemos al juzgar las culpas de los niños.