Industria musical, sexo, drogas y bacanales: la vieja fórmula distractora
Justo cuando los Estados Unidos se encuentran a las puertas de unas elecciones presidenciales aparentemente reñidas, sin ninguna clara ventaja para ninguno de los dos candidatos, y mientras el país es cuestionado (en lo interno) por su apoyo financiero a las fuerzas militares israelíes y su genocidio en Gaza, explotan un escándalo. El rapero Sean Combs, conocido como P. Diddy, está detenido por varias acusaciones formales de abuso y explotación sexual. Si bien la detención ocurrió a principios de septiembre, es en los últimos días cuando ha inundado los medios y las redes sociales, convirtiéndose en el tema del momento en el ámbito internacional.
¿Por qué tanto espacio para una acusación tristemente común en el mundo del espectáculo? Al parecer, Diddy sería el Epstein negro. Si el escándalo de Hollywood y el tráfico de jóvenes en las islas del empresario vinculado con famosos de todo el mundo fue grande, ver una suerte de sórdida repetición, pero esta vez centrada en el mundillo musical, con seguridad atraería la atención del público. No hay que engañarse: la degradación moral en las esferas del poder y el dinero es un mal de antaño, y en la industria cultural estadounidense inequívocamente también. Una sociedad que valora el ascenso, el dinero y la fama por sobre todas las cosas y que vive bajo lemas como «el fin justifica los medios» —como muy bien lo muestran a través de esa misma industria fílmica y musical— no podría estar exenta de los abusos que, en este sistema, se infligen a otros seres humanos peor posicionados en esa escalada alimentaria.
Las acusaciones contra el violador, según ha trascendido en medios más o menos serios, son más de cien y se presentarán en un caso conjunto que recopila testimonios que datan de los años noventa. Mujeres, hombres y menores de edad aparecen como víctimas de acoso, uso de drogas, violaciones, grabaciones en video de esos abusos —utilizados luego como herramienta de extorsión— y hasta rumores de asesinatos. Así las cosas, Diddy, reconocido productor musical, asociado a muchas grandes estrellas, sería además un pervertido a todo trapo. Sus bacanales, a las que medio mundo moría por asistir, son ahora reconocidos como espacios del horror. ¿Qué ha cambiado? ¿Acaso en los noventa y dos mil las drogas no eran drogas y los abusos no eran abusos? ¿No será que son necesarios unos cuantos ídolos demócratas o republicanos que muevan muchos votos cayendo en el abismo de la cancelación? Es probable, puesto que es imposible que nadie supiera de hechos de esta naturaleza (secreto a voces, le llaman…).
Uno de los numerosos rumores asociados —aclaramos que son rumores, puesto que la mayoría de videos y «noticias» que circulan sobre el tema son inverificables— es la presencia de Kamala Harris en las fiestas de Diddy. Algunos dirán que se puede ir a una fiesta sin quedarse mucho o sin enterarse de lo que pasa, pero para políticos con acceso a agencias de inteligencia, la excusa queda corta. Como en el caso Epstein, los tipos de «diversiones» de los poderosos son conocidos. Lo saben todos, menos la ciudadanía que se traga, emocionada, el cuento de la sociedad maravillosa en la que con trabajo duro puedes hacer realidad cualquier sueño, a pesar de cualquier obstáculo.
Cuando la sociedad parece despertar un poco frente a la abrumadora realidad, los mismos círculos de poder hacen sacrificios; entregan una cuota, a algún elegido, que será el centro de la indignación pública, al menos por un rato. Hoy es Sean Combs quien se queda sin amigos; la oveja negra del momento, seleccionada por sus pares. Así funciona la máquina. No hay limpiezas verdaderas, solo eliminación de los eslabones más débiles. Lo importante, pareciera, es que la gente se distraiga y no ponga la atención en «lo que no debe».
Mariel Carrillo García