Tiros a discreción: la vieja confiable de la política estadounidense
La historia de los Estados Unidos de América está llena de atentados. La violencia como forma de eliminación del contrario, aunque renegada en el discurso, ha sido práctica común en la política norteamericana. Cuatro presidentes han sido asesinados y doce han sufrido intentos de homicidio. Y ni hablar de la cantidad de líderes y activistas de derechos humanos borrados del tablero a punta de pistola, fuego o cuchillo: Malcolm X, Medgar Evers, Harvey Milk, Andrew Goodman, James Chaney y hasta John Lennon (si nos ponemos conspirativos).
Los atentados son efectivos y, también, efectistas: cuando el objetivo es eliminado con un claro perpetrador y propósito, el «problema» está resuelto. Fue el caso de Malcolm X, cuya muerte supuso un duro golpe al movimiento por los derechos de los afroamericanos y al antirracismo en general. Sin embargo, los atentados sirven para otra cosa importante: mover las emociones de la gente. Exitosos o fallidos, siempre impactan en la opinión pública. Quien sea víctima de uno, recibe el apoyo de la gente y «obliga» a otros sectores del juego a expresar su rechazo, aunque este no sea sentido o verdadero. Es absolutamente mal visto apoyar el terrorismo y la violencia, especialmente en la política interna. ¡Qué horror lo de Malcolm X! ¡Qué horror lo de Kennedy! ¡Qué horror lo de Reagan! ¡Qué horror lo de Trump!
El atentado a figuras individuales, a masas de gente inocente, e incluso a símbolos, es un arma básica en el arsenal de la política en Estados Unidos. Después de la voladura de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, atribuida a la organización islámica Al Qaeda, el gobierno de George W. Bush tuvo carta blanca para desplegar su «guerra contra el terrorismo», que llevó a la invasión de Afganistán y la guerra de Irak (2003). El ataque del 11S, sobre el cual circulan numerosas teorías (entre ellas la del autoatentado), fue el cimiento para desplegar el refuerzo del dominio estadounidense en el tablero internacional.
Según un estudio de la Universidad de Brown, los veinte años de esta guerra costaron al pueblo norteamericano un total de ocho billones de dólares. A los pueblos de Afganistán e Irak les costó mucho más, por supuesto: millones de vidas, la destrucción de su infraestructura, el robo de sus milenarios tesoros y el control de su opio y petróleo. Táctica y estrategia. Los atentados funcionan para dirigir la atención, para encauzar emociones y para sustentar proyectos.
El más reciente asalto a una figura pública en EE. UU. lo protagoniza Donald Trump, expresidente y hoy candidato a repetir en el cargo. Las imágenes son dudosas: durante un mitin apenas recibió una supuesta herida superficial en una oreja y el Servicio Secreto dio de baja inmediatamente al atacante. Las redes enloquecieron por el hombre que «recibió balas por este país». El demócrata Joe Biden se vio obligado a pronunciarse contra el violento episodio y a ofrecer sus rezos por un hombre al que lo menos que le ha dicho en los últimos días es delincuente. ¿Jugada? No sería extraño en la cultura política de ese país, donde los atentados son siempre más de lo que parecen.
Mariel Carrillo García