Cielo de sal, en Purmamarca
Cuando nuestros ojos registran un nuevo paisaje sucede que, por microsegundos, la mirada es atravesada por contornos y colores. Nos quedamos quietos, dibujamos historias que horas después serán fragmentos apilados en la memoria y, entonces, llega el día en que queremos recordar aquello, pero ocurre, quizá, que en vez de color la mente dispara texturas. Sí, cuando pienso en el Norte Argentino (NOA) mi mente sólo ve roca, arena rojiza y espejos celestes flotantes.
Me habían hablado del NOA, había leído de su cercanía con Bolivia, había husmeado fotografías que avivaron mi curiosidad por descubrir la raíz sudamericana en Argentina y esa necesidad de descubrimiento me hizo tomar un bus, desde Buenos Aires hasta la provincia de San Salvador de Jujuy. Más de 16 kilómetros, más de 20 horas para explorar ese valle árido y bondadoso de nuestra América.
Hice parada en Tilcara, un pueblito que ofrece variedad en servicios de hospedaje y peñas folclóricas con platos riquísimos a base de llama, quinua y maíz. Atrás quedaron los altos edificios, las largas filas de autos en las avenidas; estaba ahí rodeada de montañas coloridas, de ferias con mujeres vestidas de lana y sombrero, de niños correteando por las calles. Había encontrado lo que buscaba, la sonrisa de la gente lo reafirmaba, los buenos días desde las ventanas me hacían estallar de alegría.
Los colores del Tilcara
En mi día dos tomé un bus hasta Purmamarca, a menos de 30 minutos del pueblo. Apenas descendí me sentí protagonista de un cuadro de Manuel Cabré, pero sin El Ávila como valle encantador; aquella mañana de enero lo que mi mirada registró fue el hermoso cerro conocido como “Cerro de Los siete colores”.
Para aprovechar el día, me embarqué en una vans con destino a las Salinas Grandes, un paisaje que sirvió de antesala al Gran Salar de Uyuni, en Bolivia. Durante la hora de viaje, el aire frío me golpeó el pecho, los 4172 metros sobre el nivel del mar me trasladaron a mi Mérida natal y el recuerdo me sirvió para no caer en las trampas del apunamiento.
El alumbramiento llegó minutos después. Desde las ventanas del auto una capa blanquecina fue invadiendo mis ojos hasta cegarlos y fue allí cuando ocurrió, nuevamente, el milagro de la transformación ocular. Mis ojos chiquititos, removidos por una textura delgada; casi etérea y extrañamente profunda.
215 km. cuadrados, 3400 metros sobre el mar y sal, mucha sal. Me interné con mis pies desnudos, jugué como niña a saltar y a probar mi valentía sorbiendo el líquido, mientras hacía gárgaras sanadoras (así les dice mi papá) y caminé, me sentí flotar sobre esa superficie abierta a la reflexión: ¿puedo, por este segundo, estar caminando sobre el cielo?
Cerro Siete Colores
Salar de Purmamarca
Por la tarde regresé al centro de Purmamarca y me interné en los tres kilómetros que rodean al cerro arcoiris, ubicado en el Paseo de Los Colorados. Grupos de gente caminaban; niños vendían artesanías a precios accesibles, mujeres levantaban puestitos de humitas (1) recién hervidas y yo me dedicaba a sembrar todas esas texturas en mi memoria, a registrarlas con ayuda de Ramona -mi cámara- e intentar ser parte del paisaje por ese fragmento de tiempo.
Al caer la tarde regresé a Tilcara y antes de dormir comprendí el significado aimara (2) de Purmamarca: purma = desierto o tierra no tocada por la mano humana + marca = ciudad. Es así, cuando el hombre respeta a la Pachamama, ella solo puede consentirlo y acariciarle los ojos con paisajes que texturizan sus memorias.
(1) Tamal o variedad del guapito venezolano, preparado a base de maíz tierno, relleno con queso o un guiso de carne de res, pollo o cerdo (2) Lengua ancestral de los pueblos andinos sudamericanos, hablada principalmente en Bolivia, Perú, Chile y el Norte Argentino por su cercanía geográfica.
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