DE TODO LO que he escuchado en esta anodina campaña electoral, a Dios gracias que toca a su fin, pocas cosas me han causado tanta desazón y perplejidad. Me refiero, claro, a la posibilidad de que Mariano Rajoy pueda reformar la Ley Antitabaco para permitir que se pueda fumar en algunos bares. Lo ha sacado el candidato a su manera. Con insinuaciones, amagando con que es partidario de “arbitrar una fórmula” sin “soluciones extremas”.
Lo sorprendente, si se llegara a perpetrar esta modificación, es que el propio Partido Popular votó a favor de la Ley hace ahora un año. Y no sólo eso, es que el programa electoral del PP, etéreo donde los haya, no dice nada al respecto. Si gana las elecciones, podrá hacer lo que le venga en gana, pero tampoco estaría mal que hubiera tenido la valentía política de mostrar sus cartas para que los votantes sepan a qué atenerse.
De todo el legado de Zapatero, que algo bueno tendrá, digo yo, me quedo precisamente con sus medidas de carácter social. De las económicas mejor no hablamos. Y más en concreto, si tuviera que destacar alguna, optaría sin duda por la valiente decisión de impulsar una Ley que, ¡oh sorpresas!, se ha aplicado sin mayores problemas. Contra todo pronóstico. A pesar de los agoreros, de los negros augurios de las asociaciones de hostelería y de las presiones mediáticas y de las empresas tabaqueras.
Era un debate agotado. Zanjado para siempre, creía yo, hasta que Rajoy con su legendaria ambigüedad ha vuelto a dar pábulo a todo tipo de cábalas. Creo que todos estamos mejor sin el humo de los fumadores… y ellos también. Y creo, firmemente, que dar un paso atrás en ese sentido nos devolvería a un escenario sencillamente nocivo. Un millar de muertes evitadas gracias a esta Ley es un motivo más que suficiente para dejar las cosas como están.