Por Jorge Altamira (*)
Jorge Rafael Videla pasó a mejor vida sin que el Estado argentino haya abierto aún los archivos de la dictadura militar. Ninguno de los juicios por genocidio que se desarrollan en la actualidad puede suplir esa omisión para el esclarecimiento de esa etapa nefasta de la historia de Argentina.
¿A qué obedece esa resistencia obstinada?
El juicio histórico a la dictadura militar debe ser antes que nada un juicio histórico a la democracia. Desde 1930 el zarpazo militar es la contrapartida de la capitulación de la democracia. Cuando ésta fracasa como soporte de la organización capitalista existente y como escudo protector de la clase dominante, los políticos carreristas dejan el paso a los militares de carrera. Fue, precisamente, lo que ocurrió en 1976, pero con yapa: los partidos tradicionales y el ciento por ciento de las entidades empresarias clamaron por la instauración de una dictadura. A principios de febrero de ese año, las clases patronales convocaron a un lock out gigantesco para denunciar las vacilaciones que percibían entre los militares para consumar el golpe. El emblemático Ricardo Balbín, el hombre del abrazo de la reconciliación con Juan Domingo Perón, exigía acabar con “la guerrilla fabril” –una convocatoria al asesinato masivo de lo mejor del activismo del movimiento obrero. La UCR aportó alrededor de 300 intendentes al régimen político de las Fuerzas Armadas; el peronismo, cerca de doscientos. El Poder Judicial, que hoy clama por la República, juró en masa por el Estatuto del Proceso. El Partido Comunista, obediente a la burocracia moscovita, celebró el ascenso del personaje que acaba de morir. Una parte de la Junta Militar (Massera) estaba ligada a la Logia P2, que había organizado el retorno de Perón en 1972. La mayor parte de la burocracia sindical aportó sus “asesores” a los interventores en los sindicatos. Estados Unidos no manifestó reticencia para reconocer a los genocidas, como la que hoy exhibe con el gobierno de Venezuela. Después de todo, el golpe había contado con el concurso de la CIA. Abrir los archivos de la dictadura sería exponer con crudeza esta realidad histórica.
¿A qué temía la democracia que buscó, otra vez más, el amparo de las bayonetas? La represión al asalto al cuartel de Monte Chingolo había marcado el retroceso definitivo de las organizaciones guerrilleras, copiosamente infiltradas por los servicios de las Fuerzas Armadas. Desde el Cordobazo de 1969, el poder político de este país, bajo cualquiera de sus configuraciones, designó como su rival político principal a la emergencia de una generación combativa y lúcida de la clase obrera. Al desafío de enfrentar esta emergencia obedeció el levantamiento de la proscripción militar a Perón. Perón fracasó en ese cometido: la militarización del país y el golpe comenzaron bajo el gobierno constitucional, no solamente con la creación de la Triple A y el decreto de aniquilación de la subversión. Esa militarización comenzó con el golpe policial (Navarrazo), precisamente en Córdoba, en febrero del ’74, y con la intervención de la provincia por parte del Congreso. Luego, con la militarización de la cuenca del Paraná como motivo de la huelga de los metalúrgicos de Villa Constitución. Finalmente, la inmensa huelga general contra el Rodrigazo, que se desarrolló por más de un mes, determinó la designación de Videla como jefe del Ejército. Todo en democracia. La burguesía entendió que era necesario licenciar por un tiempo a los políticos de oficio y entregar la protección de su dominación clasista a los uniformados que venían con un programa genocida. El blanco preferido fue la generación obrera y luchadora de los 60.
De esto hablan los archivos que no se quieren abrir.
(*) Dirigente del Partido Obrero.
Publicado en: http://www.perfil.com/columnistas/Que-abran-los-archivos-20130519-0088.html