(Reseña especial para dos libros especiales: Los amores de un bibliómano (1896) de Eugene Field y Escribir es un tic (1994) de Francesco Piccolo). Los lectores somos soñadores empedernidos (lo que sea que eso signifique) e incansables, con una ilusión inagotable y una capacidad de disfrute incontenible. Leer es algo más que una pasión. Es una enfermedad cuyo postración nos hace felices y cuyos males nos hacen bien. No hay límite para nosotros, que siempre queremos más, mucho más, y viajamos hasta el rincón más lejano y recóndito si hace falta para curar nuestra “dolencia”.¿Y qué hay de aquellos a los que nos gusta escribir? Si leer es un sueño, escribir lo es todavía más. Soñamos despiertos, dormidos, sentados o de pie, en la calle o en el trabajo, viviendo esas historias que nos creemos y nos creamos en nuestras mentes. Nuestras cabezas son hervideros poblados por seres imaginarios y mundos paralelos que reivindican su necesidad de salir a la luz, de darse a conocer. Nos ilusionamos, en resumidas cuentas, por algo tan nimio como las palabras. Ellas nos gobiernan, nosotros las amamos como súbditos fieles y abnegados, nos damos totalmente a ellas.Cualquiera pensaría que a nosotros, los que amamos la lectura y la escritura, estamos completamente locos. Y nos les faltaría razón.Para aquellos seres chiflados por los libros y para aquellos depravados de la escritura, tengo estas dos pequeñas dosis de felicidad. No son gran cosa, por supuesto, pero todos sabemos que, cuando de palabras se trata, lo poco nos hace extrañamente conformistas.