Que una fiesta tan asquerosa como la Tomatina de Buñol haya alcanzado tanta resonancia internacional y cibernáutica sería por sí sola razón suficiente para poner en tela de juicio la deriva emocional y estética de la especie humana, si no hubiera otras muchas y más graves causas para cargarse de dudas al respecto. Pero hay algo en esta fiesta agosteña especialmente repugnante, más allá de su presunta condición de ritual primitivo o de su valor vagamente ejemplificador de las ceremonias de potlatch, o desafío en el despilfarro, que tan minuciosamente describió, entre otros, el lúcido y extremoso maestro Georges Bataille. Reconozco que puede ser un prejuicio frente al malestar que me produce la viscosidad, en general, y de forma particular, en su condición pulposa, pero soy incapaz de segregar otra reacción que la del puro asco frente a la mayoría de las imágenes que a estas horas desbordan de jugos tomatinos todas las aceras de la información. La Tomatina de Buñol es una muestra, así me lo parece, del triunfo de cierto instinto muy propio, aunque no exclusivo, de la sensitividad mediterránea: una pulsión tanática, también infantiloide, que sólo se sacia con el ejercicio demorado y recalcitrante de alguna variante más o menos elaborada de la coprofilia, el amor a la mierda.