Como los teólogos, cuando iniciaron la inútil definición de lo indefinible, y encontraron que todo lo que podían decir de Dios es lo que no es -fundando la teología negativa-, diremos antes que nada lo que no es la comunicación política.
La comunicación política no es la política, no se identifica con ella, enunciado que, en estas páginas, tendrá que soportar la convivencia con este otro: política y comunicación son consustanciales.
¿Paradoja? Paradoja, tal vez, pero aparente. No todas las transacciones políticas son reducibles a términos y categorías de comunicación, pero muchas de ellas no llegan a buen puerto sin el recurso a la comunicación, sin un flujo de mensajes que surta determinados efectos, sin un adecuado proyecto de comunicación.
Si tenemos en cuenta que las circunstancias en las que se desarrolla un proyecto político suelen ser adversas -partido y candidato tienen que abrirse camino en una atmósfera psicológica cargada de ruido y abiertamente competitiva-, notaremos que la comunicación, en la política, es algo más que un gabinete de prensa.
La comunicación política no es la política, pero la política -parte considerable de ella- es, o se produce, en la comunicación política.
No incurriremos en el error de llenar inútiles párrafos abundando en tópicas definiciones de la política -son del conocimiento de todos, desde las que nos legaron los griegos hasta la reflexión más reciente-, pero sí diremos algo que no por sabido deja de ser fundamental en el contexto de nuestra propuesta teórica: la política ha sido, junto con la ciencia, la fuerza que ha desmantelado la fortaleza de la metafísica.
Marsilio de Padua dejó sentado que la política pertenece a la realidad natural -distinta de la realidad sobrenatural 3-, y Maquiavelo 4 abrió una grieta en el inconmovible orden del mundo, en el que la jerarquía y la teología eran el paradigma de un espacio público político/religioso indiferenciado.
Desde el Renacimiento, y desde que la idea revolucionaria de 1789 inflamó al mundo, la política ha suscitado adhesiones entusiastas y aspiraciones generosas, tantas como las esperanzas que nacieron de los descubrimientos científicos. 5
Las promesas inagotables de la política y las conquistas impresionantes de la ciencia han conseguido que la economía se convierta en visionaria, la sociología en adivinadora, la psicología en arrobadora, y la técnica en un dios menor capaz de ejecutar raras habilidades y graves tropelías: entre las primeras, la de hacer posible el confort; entre las segundas, la de hacer posible estilos de guerra impensables hasta hace pocos años.
La técnica ha avanzado, la ciencia experimental ha experimentado un desarrollo espectacular, y la ciencia política ha ideado fantásticos y grandilocuentes edificios teóricos.
De la técnica y de la ciencia nos queda todo, y, entre ese "todo", un repertorio de barbaridades y de sangre difícil de borrar. De las propuestas de la ciencia política ya no queda casi nada, y sus grandes sistemas, auténticas catedrales bibliográficas de nuestro siglo -el marxismo leninismo-, queda más bien poco: las ideas políticas de nuestro siglo no pasarán de ser un capítulo o un epígrafe en un libro de historia de las ideas políticas, o una voz con una o varias definiciones en una prestigiosa enciclopedia.
Mientras tanto, los problemas que de antiguo acompañan al hombre no se han resuelto. Y ahí sigue la política, proponiendo soluciones, alivios -parches, en unos casos- y a veces poniendo problemas donde no los habría, si no fuera por el comportamiento, a veces errático, irresponsable a veces, de los ciudadanos que asumen el rol de políticos: pensamos en aquellos escenarios en los que no consiguen mantener el lazo social, en los que se rompe la cultura del pacto y de las concesiones mutuas, para iniciar el absurdo monólogo cruzado de las balas.