Retrato de Felipe II de España por Anthonis Mor (Photo credit: Wikipedia)
En este tercer post sobre la evolución de la organización política y la participación de los ciudadanos en ella, debemos referirnos a las monarquías autoritarias y absolutas que coparon la totalidad de la Edad Moderna.
Una de las características definitorias de las monarquías autoritarias es precisamente la consideración de la autoridad del Rey. Así, se pasa de una relación de vasallaje, inestable, a otra situación en la que todo súbdito está vinculado directamente a la Corona, sin intermediarios. Por supuesto, cada uno con sus propias circunstancias y rango, pero en todo caso, de forma directa, sin que exista otra persona a la que se debe obediencia y fidelidad. Se disminuye así el problema de las sublevaciones que tantos quebraderos de cabeza habían dado a los reyes durante los períodos anteriores.
English: Polish magnates 1576-1586 (Photo credit: Wikipedia)
Así, continúa la división de la Baja Edad Media entre la nobleza, el clero y el llamado Tercer Estado, que incluye desde ricos burgueses que se dedican al comercio (y que, en determinados casos, acceden a la nobleza tras prestar servicios a la Corona) o profesionales liberales (notarios, abogados, médicos, etc), hasta los más míseros de la sociedad.
Otro fenómeno interesante es la evolución de la administración. Los Consejos, como órganos consultivos, pasan de ser ocupados por nobles a que sus miembros sean profesionales liberales fieles al Monarca, normalmente abogados o diplomáticos que le han prestado diversos tipos de servicios muy importantes, como resolución de crisis, tanto internacionales como internas. De ese modo, el autócrata, con un conocimiento prácticamente total sobre todo lo que ocurre en su territorio, puede tomar decisiones rápidas, pero aconsejado con personas que le son leales y son capaces.
Por supuesto, eso no impide la existencia de problemas, sobre todo, porque, como decía Lord Acton, “El poder corrompe, el poder absoluto, corrompe absolutamente“. Podemos citar múltiples casos de reyes autoritarios con problemas mentales (principalmente, depresión, lo que entonces se conocía como melancolía, como los Reyes Católicos y sus familiares) o directamente con una crueldad rayana en la locura (por ejemplo, el primer zar de Rusia, Iván IV el Terrible, que se denominó zar porque era la voz rusa más parecida a César). Todo ello influye en las decisiones a tomar, porque por muy buenos asesores que tuvieran, al fin y al cabo, eran los propios reyes los que debían decidir qué hacer.
Quien se opone al poder real, es aplastado, da igual cuál sea su rango. Podemos citar como caso más claro el del mencionado Iván el Terrible con los boyardos rusos, tal y como recreó Eisenstein en una conocida película, a mayor gloria de Stalin, pero también de Enrique VIII de Inglaterra con el humanista Santo Tomás Moro. Se considera que quien se opone, no sólo es un opositor político, sino también un traidor y un hereje, basándose en el aforismo latino, “cuius regio, eius religio” (básicamente, es el príncipe el que decide la religión de su pueblo). Eso dio lugar a unas persecuciones religiosas severísimas a lo largo de los siglos XVI y XVII en toda Europa y a sucesivas guerras de religión, que devastaron los lugares por los que pasaron y que hicieron que España, el “imperio en el que no se ponía el sol“, gastara ingentes recursos, provenientes de los recién descubiertos y conquistados territorios americanos, en un esfuerzo inútil y además estratégicamente muy difícil de ganar, porque ni siquiera el Papado fue un aliado fiel, al estar ocupado, en un alto porcentaje, por cardenales franceses o italianos, educados en la consideración de que sus países eran mucho más avanzados que España.
Francisco de Vitoria (Photo credit: Wikipedia)
Durante el siglo XVII, especialmente gracias a Luis XIV, el autodenominado “Rey Sol”, se evoluciona del rey autoritario al rey absoluto. Es conocida la frase “El Estado soy yo”, con la que el rey francés quería hacer ver que por muchos funcionarios que tuviera, sólo él tomaba las decisiones. Ahora bien, es precisamente dicha idea la que choca frontalmente con las ideas humanistas, primero de la Escolástica (Francisco Suárez, Francisco de Vitoria, etc.) y luego del humanismo racionalista (Descartes) comienzan a reivindicar el derecho a pensar de forma diferente (el famoso “Eppur si muove” de Galileo). Ello choca frontalmente con las estructuras de poder, como prueban, por ejemplo, las teorías regicidas del Padre Juan de Mariana o la consideración del Estado como un Leviatán, tal y como lo calificó Hobbes.
Charles V, Holy Roman Emperor (Photo credit: Wikipedia)
Dos revoluciones se producen durante este período, a los efectos que examinamos, con suerte desigual. La primera es la de las Comunidades española, que protestaban contra Carlos V, y en el que los castellanos perdieron la posibilidad de ser el primer país democrático del mundo, porque en lugar de aliarse la baja nobleza y la alta burguesía con el Tercer Estado, acabaron abandonándolos para unirse a Carlos V, un rey joven y demasiado extranjero en ese momento para entender las reivindicaciones castellanas.
Oliver Cromwell (Photo credit: Wikipedia)
La segunda es la que enfrentó en Inglaterra al rey Carlos I de Inglaterra con Oliver Cromwell, a quien el hecho de ser un oponente de un rey autoritario no convierte en santo: fue tremendamente sangriento y, como buen puritano, consideró que todos los que no pensaban como él, debían ser eliminados o reducidos al mínimo: Irlanda es testigo de ello y las colonias americanas pertenecientes a Inglaterra también por el éxodo masivo al nuevo continente.
Inglaterra es conocida hoy como tierra de libertades, pero la inmisión del rey en cuestiones privadas llegó a tal extremo que la palabra “fuck“, no es sino un acrónimo de “fornication under the consent of the King“, esto es, que los habitantes de la casa en cuestión podían mantener relaciones sexuales porque estaban autorizados a ello por el Monarca.
Los múltiples abusos y las nuevas ideas se convirtieron en un cóctel explosivo que, convenientemente agitado, daría lugar a las revoluciones del siglo XVIII, tras las cuales, aunque el mundo siguiera siendo parecido, la consideración del ser humano como persona física con derecho a participar en los asuntos públicos cambiaría la forma de hacer política para siempre.
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