Un artículo publicado por el filósofo Meinard Kuhlmann en la revista Scientific American el pasado agosto parece haberle tocado la dignidad intelectual a muchos, o al menos a unos pocos con capacidad para gritar, que es lo que aún pasa cuando un filósofo se mete donde hay científicos al acecho.
Aunque en realidad esto es un comentario gratuito por parte de quien aquí escribe para comenzar con algo de suficiencia, pues la fuente de datos se limita a un vistazo rápido a los comentarios de la web…
El artículo se titula “What is real?“, y aborda la cuestión de por qué todavía es una minoría la que se atreve a abordar la nueva física con intenciones ontológicas y no simplemente utilitarias.
Exiplica Kuhlmann que la teoría cuántica de campos describe con éxito las partículas y sus interacciones en campos de fuerza, pero que nadie sabe realmente de qué está hablando.
En términos de precisión empírica, es la teoría que más éxitos ha cosechado en la historia de la ciencia. Se usa para sacar conclusiones de los datos obtenidos en los aceleradores de partículas, para entender los primeros sucesos ocurridos tras el Big Bang o para averiguar qué ocurre en el interior de los núcleos atómicos.
Y, sin embargo, pocos se atreven a enfrentarse a la teoría de campos con la suficiente profundidad para aportar algo más que un simple conocimiento utilitario.
Según Kuhlmann, la incapacidad para hacer una interpretación sólida al respecto frena los avances hacia el descubrimiento de cualquiera que sea la física que subyace al modelo estándar, más allá del cual todo se considera profanación de la razón; “es peligroso formular una nueva teoría cuando no comprendemos la que ahora tenemos”.
Aparentemente, el modelo estándar parece bastante claro: hay un puñado de partículas elementales y campos de energía que rigen el comportamiento de las partículas.
A pesar de la fe en la partícula, las unidades elementales de la materia no se comportan como minúsculas bolas de billar por mucho que tal sea la noción que aún se tiene o, por lo menos, con la que se vive en la rutina del día a día. El concepto clásico de partícula implica algo que existe en una lugar concreto. Pero las localizaciones concretas no existen en el mundo cuántico, que es precisa y paradójicamente el reino donde habitan las “partículas”.
Y si la concreción es una cuestión relativa, el vacío también. En física cuántica, el vacío se entiende como la interacción de partículas y antipartículas que da como resultado fluctuaciones de medida nula; se anulan unas a otras. Es decir, el vacío no está vacío y por ello es posible que de él derive la energía y la materia.
En resumen y en términos consuetudinarios, que las partículas no pueden estar donde se supone que están y, en idéntica contradicción, pueden estar donde se supone que no están.
Así que, si no hay partículas como tales, ¿qué es lo que detectan los aceleradores de partículas?
La respuesta, cada vez más frecuente entre los propios físicos, es que toda partícula detectada es, en términos precisos, una inferencia: el detector registra excitaciones en el sensor y tales excitaciones son agrupadas en trayectorias y asociadas bajo el concepto de partícula. Es decir, la partícula vendría a ser algo así como una agrupación de cualidades independientes, y toma forma por acto creativo y no constitutivo.
Tampoco queda claro qué es un campo desde una perspectiva cuántica. En física clásica, se trata de una región sometida a una “influencia invisible”, que dice el físico Leonard Susskind en El paisaje cósmico. El modelo estándar asocia tal influencia a la acción de partículas portadoras o mensajeras llamadas bosones: fotones para la fuerza electromagnética, gluones para la fuerza nuclear fuerte y bosones W y Z para la interacción nuclear débil, faltando a día de hoy la partícula portadora de la gravedad, de la cual no se tiene noticia alguna. Estos bosones van de unos fermiones a otros, que es como se conoce a las partículas de materia como los quarks y los electrones, estableciendo sus relaciones de atracción o repulsión.
Un campo de fuerza es la manifestación de partículas que interactúan, pero las partículas no existen, al menos no son lo que damos por hecho que son; así que… ¿qué demonios es un campo de fuerza?
En el mundo clásico, el campo aporta magnitudes concretas a un punto del espacio-tiempo y permite visualizar, por ejemplo, una trayectoria o la manera en que se propaga una onda. Sería como un mapa del tiempo donde hay un indicativo de temperaturas y presiones para cada zona del mismo.
En el mundo cuántico, sin embargo, el campo proporciona datos referidos a cualidades abstractas que también se expresan en fórmulas matemáticas, pero que no pueden relacionarse con algo físico y que más que un mapa parecen instrucciones de uso para configurar el mapa.
Desde la perspectiva ontológica, dice Kuhlmann, no puede ser satisfactorio que nos conformemos con la explicación del mundo a partir de una fase de la realidad, donde ya existen las partículas y los campos, que dista mucho de aproximarse siquiera a los fundamentos a que ha llegado la ciencia misma en la descripción de esa realidad.
Kuhlmann parece decantarse por lo que se denomina “realismo estructural”, según el cual no podemos conocer la naturaleza real de las cosas, sino cómo se relacionan unas entidades con otras. La estructura del mundo, sus relaciones, es, al fin y al cabo, lo que permanece tras el desgaste de las teorías que se suceden unas a otras intentando explicar qué es la materia.
Ahora bien, ¿cuál es la razón por la que sólo es posible conocer la estructura del mundo y no el mundo en sí mismo? La respuesta más directa sería, dice Kuhlmann afirmar que las relaciones son lo único que existe, afirmación hecha por el realismo estructural óntico, la vertiente más extrema de este pensamiento.
En mecánica cuántica, existen ciertos cambios posibles en la configuración del mundo, denominados transformaciones de simetría, que sin embargo no tienen consecuencias empíricas. Para entenderlo mejor, consideremos una cara reflejada en un espejo, donde la imagen muestra cada rasgo en su lado contrario: el ojo izquierdo donde en realidad está el derecho y así con todo. Lo que permanece es la posición de cada elemento en relación con los demás, que es lo que nos permite identificar el rostro, siendo anecdótica la cualidad “derecha” o “izquierda”. Sea lo que sea lo que denominamos “partículas” o “campos”, están caracterizados por simetrías de carácter más abstracto y complicado que “derecha/izquierda”, pero que permiten la analogía.
Es decir, es posible construir una teoría válida proponiendo la existencia de relaciones específicas sin que sea necesario asumir la existencia de objetos concretos.
Los defensores de tal idea consideran que prescindir de las entidades evita la distracción que contamina el estudio de la realidad con aspectos secundarios. Cualquier ejemplo basado en redes sirve para acercarnos a qué quieren decir; así, podemos pensar en un viajero de metro a quien no interesa conocer la localización física de las estaciones, la cercanía, pues no se trata de cuál está más cerca, sino de cómo están conectadas unas con otras.
Según esta consideración de que la estructura es la base de la realidad, anterior al objeto en sí, resulta extraño pensar que puedan existir relaciones sin cosas que relacionar. Sin embargo, cualquiera que eche un rápido vistazo a la historia de la filosofía, observará que esta idea de que la información prevalece a lo informado no es una gran novedad de nuestros tiempos; tiempos en los que, por otra parte, cabe destacar el trabajo de Vlatko Vedral para determinar en el ámbito de la física cómo es que la información se puede considerar el principio de todo:
Antes de que el universo se materialice, debe existir en un estado ontológico, una realidad metafísica con la información para generar la realidad física. Y esa información incluye la creación de seres conscientes capaces de interpretarla, en un proceso retroactivo. La conciencia humana evoluciona con el universo, pero el universo también evoluciona según la conciencia descubre más cosas sobre sí misma.
La realidad es, desde esta perspectiva, la información que tenemos para comprender el universo y que determina lo que es posible y lo que no. La realidad cambia en función de la información disponible.
Desde el siglo XX, la búsqueda de las bases de la realidad se ha caracterizado por una lucha entre filosofía y ciencia donde la burla y el cinismo han sido las armas más apreciadas, hasta el punto de llegar a esa paradójica situación en la que un científico ya no ansiaba –¿ansía?— el conocimiento, sino simplemente dar con la forma de manipular la materia para el presunto mayor beneficio práctico de la humanidad.
Por suerte para el conocimiento, cada vez son más los que trabajan de ambos lados para unir aquello que el hombre nunca debió separar.
La ciencia de lo empírico parece estar cumpliendo, al fin y al cabo, con su objetivo: dar con sus huesos en el lugar al que pretendían llegar sus padres positivistas cuando soñaron con poder explicar la realidad del mundo.
Sólo que jamás pensaron que el paisaje sería tan diferente al soñado. Quizás debieron haber tenido en cuenta que todo sueño hecho realidad tiene un nombre concreto, que diría el filósofo Slavoj Zizek: se llama pesadilla…
Y ahora, sólo unos pocos se atreven a asomar la cabeza fuera de las mantas.