(Al hilo de los días). ¿Qué queda en nuestra memoria del cine de François Truffaut, de Jean-Luc Godard, de Éric Rohmer, de Claude Chabrol o de Louis Malle...? Una pregunta retórica que a estas alturas sólo admite, me temo, respuestas imaginativas. Aunque sea muy fácil refrescar la memoria y recuperar, como por arte de magia y de la Red ubicua, aquellos días del remoto pasado en que el cine era, antes que nada y casi por encima de cualquier otro sueño, aquel fenómeno, quizás un espejismo, que fue la nouvelle vague, tal vez la primera marea seria y en serie de nuestra juventud. Quienes en este país nos educamos con el francés como idioma de referencia, además de llevar a menudo encima la nada despreciable carga de andar un poco descolocados y demasiado lentos con el inglés —aprendido de mala manera, si acaso, en edades en que las neuronas no tienen ya la misma capacidad de fijación ni los mismos resortes proteínicos— le debemos a esa escuela de cine, al igual que a la chanson (Brel, Brassens, Ferré, Gainsbourg, Moustaki...), una muy importante parte de nuestra educación sentimental, y el primer y acaso único horizonte verdaderamente revolucionario (o eso creíamos): el que nos llevó a leer a Baudelaire, Rimbaud, Ducasse, Bataille... En fin: reminiscencias. Vienen a cuento de que hoy ponen en La 2 la peli Besos robados (otra del 68), la tercera o cuarta entrega de la saga que Truffaut dedicó a su alter ego, Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud), y en la que, no sin un extraño malestar aún indescifrado, tantas veces estuvimos a punto de reconocernos. Qué se fizo...
(Al hilo de los días). ¿Qué queda en nuestra memoria del cine de François Truffaut, de Jean-Luc Godard, de Éric Rohmer, de Claude Chabrol o de Louis Malle...? Una pregunta retórica que a estas alturas sólo admite, me temo, respuestas imaginativas. Aunque sea muy fácil refrescar la memoria y recuperar, como por arte de magia y de la Red ubicua, aquellos días del remoto pasado en que el cine era, antes que nada y casi por encima de cualquier otro sueño, aquel fenómeno, quizás un espejismo, que fue la nouvelle vague, tal vez la primera marea seria y en serie de nuestra juventud. Quienes en este país nos educamos con el francés como idioma de referencia, además de llevar a menudo encima la nada despreciable carga de andar un poco descolocados y demasiado lentos con el inglés —aprendido de mala manera, si acaso, en edades en que las neuronas no tienen ya la misma capacidad de fijación ni los mismos resortes proteínicos— le debemos a esa escuela de cine, al igual que a la chanson (Brel, Brassens, Ferré, Gainsbourg, Moustaki...), una muy importante parte de nuestra educación sentimental, y el primer y acaso único horizonte verdaderamente revolucionario (o eso creíamos): el que nos llevó a leer a Baudelaire, Rimbaud, Ducasse, Bataille... En fin: reminiscencias. Vienen a cuento de que hoy ponen en La 2 la peli Besos robados (otra del 68), la tercera o cuarta entrega de la saga que Truffaut dedicó a su alter ego, Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud), y en la que, no sin un extraño malestar aún indescifrado, tantas veces estuvimos a punto de reconocernos. Qué se fizo...