Vaya: los de El Ninho Naranja me dicen que pondrán esta entrada en Lo que vemos zapeando. Buf: me lo dicen y pienso, a ver si es que no debería reseñar una cosa así. Pues parece que, aunque tenga episodios y temporadas, ni merezca un rinconcito en el epígrafe Series. Ni siquiera que inventemos una tercera vía, una subcategoría inclasificable.
Porque lo confieso: yo fui plenamente consciente de que quería ver ‘Alaska y Mario’; nada de encontrarlo pasando de canal, como una Belén Esteban cualquiera (expresión que me suena reiterativa, por cierto). Vi el resultado de las votaciones de programas de TV en RDL, una revista nada sospechosa de venderse a corrientes minoritarias. Vi que en la web de MTV se podía ver sin ningún problema y, zas, a por ella. A por la primera temporada y su capítulo de resumen o descartes (indicativo de que la cosa había tenido éxito), lo mismo con la segunda. Ni una semana.
Ligereza: sería una cualidad inherente a la primera temporada. Esa tonalidad (heredada de ‘The Osbournes’) de plató montado en casa y cámara al hombro resulta sumamente efectiva. No sé cuantas tomas son necesarias pero parece que todo sea muy natural. O que se trate de unos maestros de la interpretación con enormes tablas. No. La cuestión aquí es explotar al personaje cuando se ve en él un filón. Porque a Alaska todo quisqui la conoce, musa de la movida madrileña y prácticamente su única superviviente importante en activo, por lo cual no le es necesario un revival que, a pesar de todo, la serie le aportará. Como mucho, le podemos recriminar su esporádica presencia mediática como jurado en concursos cutres de talentos, cuestión básicamente alimenticia, quiero suponer.
Pero el revuelo de la serie no viene por Alaska. Ella se limita a actuar como la sorprendentemente juiciosa partenaire (sí; creo que esta palabra la define más que “pareja”) de la auténtica estrella de la serie: Mario Vaquerizo. Una especie de reciclaje de la mítica metepatas hispana por antonomasia: Carmen Sevilla.
Alaska y Mario es un paseo por la vida de este curioso personaje, que se autoproclama una serie tan larga de cosas tan denostadas que, paradoja, acaba siendo admirado por ellas: superficial, afeminado, inculto, anoréxico, narcisista, inseguro, bebedor, hortera, excesivo. Problema es, cuando esa declaración, en la primera temporada, es espontánea y carece de la mínima pretensión, todo es chanza y risa y esa especie de sensación tan patria de haber encontrado un nuevo bufón que nos sorprende con cada nueva gracia. Confundir palabras y conceptos, mostrar detalles chocantes, exhibir una corte de secuaces delirantes, propios de una película de John Waters y compatibilizarlos con los más rectos y convencionales, propios de un telediario.
Mientras se descubre ese personaje oculto tras un larguirucho y desgarbado melenudo que marca pómulos en las fotografías, y ese personaje se comporta con naturalidad, Alaska y Mario es un disfrutable entretenimiento sin más repercusión que pasar el rato. Además de un sano paseo por esas amistades de todo pelaje: en su mayoría, freaks en distintos grados de desesperación por ir sobreviviendo.
El problema, que asoma poderosamente en la segunda temporada, es cuando eso se explota, se enfatiza deliberadamente, se busca el fallo forzado y el chascarrillo, se provoca la situación que llevará a la hilaridad. Todo se vuelve previsible en esa segunda temporada del viaje a Las Vegas.
La primera temporada era un chiste, la segunda es como la explicación del chiste. Sí, es eso.
Fracesc Bon