¿Qué hago con mi vida?

Por Maria Mikhailova @mashamikhailova

No sé si a alguno os ha pasado, pero personalmente nunca me sentí totalmente realizada en ningún trabajo que tuve.

Tardé en darme cuenta de ello, porque sencillamente me autoengañaba: durante 7 años de mi vida he tenido un trabajo cómodo, indefinido, cerquita de casa, en una oficina grande y agradable, con su comedor lleno de luz y microondas, su café de máquina gratis, su horario de salir a la hora, su poco estrés, poca responsabilidad, sus momentos de tranquilidad. Confieso que en ese trabajo sencillo y mileurista he conseguido leer online varias novelas, libros, aprender italiano y alemán y escribir un par de novelas por mi cuenta. Espero que mis antiguos jefes no lleguen a leer este artículo. Pero también diré a mi favor que siempre he sido muy eficiente, cumplidora y muy buena en lo que hacía, tanto que una de las razones por las que mi jefa no me quiso ascender era ésta: María es demasiado buena en lo que hace, no vamos a cambiarla de departamento.

No es que trate de echarme flores, pero si he sido buena en algo hasta ahora era mi responsabilidad (será por ser la hermana mayor), constancia, el querer tener las cosas hechas a tiempo, en fin, que era muy productiva, de forma que me sobraba tiempo en mi trabajo y podía dedicarme a aquello que de verdad me gustaba: leer, aprender, escribir, crear… Recuerdo con cierta nostalgia mi momento creativo: las 10 de la mañana, después de tomarme el primer café. Si en ese momento no había trabajo urgente que atender, mis dedos se iban deslizando con soltura por el teclado, creando palabras que iban tejiéndose solas, hilvanándose con elegancia, a veces sin ningún sentido en apariencia, pero el sentido siempre estaba ahí, ese sentido poético e inexplicable. En aquellos momentos me sentía fuerte y creativa, fluía y por unos momentos el tiempo dejaba de existir. Hasta que un día todo cambió.

No, no me despidieron. Simplemente mis circunstancias personales cambiaron y decidí dejar el trabajo para irme a vivir fuera: unas prácticas mal remuneradas pero que eran “de lo mío”, aunque “lo mío” iba también en un pack llamado “cero confort”: enfrentarme a un nuevo país, nueva cultura, idioma, gente…

Sinceramente ese cambio tampoco fue debido a mi propia voluntad: era mi vida personal la que me empujaba a emigrar. Y reconozco que lo agradecí, pero volví a trabajar en una oficina sin remuneración proporcional a mi tiempo invertido y sin grandes aspiraciones. Volvía a dejarme llevar por la vida. Era un cambio a mejor: nuevo país, nuevas oportunidades, pero seguía sin llenarme del todo.

Recuerdo que la pregunta “¿Qué hago con mi vida?” empezó a perseguirme en aquella época. Ya no vivía tranquila. Por fin entendía que aunque mi vida personal me satisfacía –¡por fin!– había un cable suelto que no terminaba de encajar: mi vida profesional. De alguna manera envidiaba a aquellas personas que sí sabían qué querían hacer con su vida, que estaban contentas y no se planteaban si toda su vida laboral sería así.

En Alemania me agobié muchísimo cuando aquellas prácticas mal remuneradas llegaron a su fin. No concebía mi vida sin trabajar. Nada más salir de la carrera, cogí un trabajo administrativo en una empresa de publicidad. Luego vinieron los 7 años en la multinacional cerca de mi casa. Después, cambio de país, de vida, de trabajo… y de repente estaba en paro. Recuerdo que mis ansias de trabajar de lo que sea eran tales que envidiaba sinceramente a los cajeros de supermercados y me dediqué a un trabajo temporal visitando tiendas para medir estanterías para una multinacional con sede en Irlanda. Además el trabajo requería salir totalmente de mi zona de confort y perder mi habitual vergüenza al hablar con los encargados y pedirles dejar hacer mi trabajo —obteniendo muchas veces un no por respuesta—, aparte de tener que hacerlo en un alemán que estaba lejos de dominar. Pero mis ganas eran superiores al miedo.

Al poco tiempo tuve suerte y por fin encontré lo que puedo llamar “el mejor trabajo de mi vida”: una empresa de marketing online, con el mejor sueldo hasta entonces, un aprendizaje de Excell a niveles hasta ahora insospechados. Me sorprendí a mi misma –ohhh palabra clave— disfrutando y creando fórmulas complicadas, optimizando recursos, generando tablas y gráficas, sacando reportes. Yo, que dejé las matemáticas en 2º de BUP y siempre he sido de letras puras.

Mi trabajo no era aburrido, era un verdadero reto. Mi jefa era la persona más exigente del mundo a la que la mayoría de empleados no soportaban, pero a la vez la mujer más original y sobre todo más profesional y dedicada que había conocido. Poco a poco llegué a entablar buena relación con algunos compañeros, y sobre todo, me levantaba contenta para ir a trabajar: sin miedos, sin desgana. Disfrutaba por fin de un trabajo que aunque me costaba realizar, me llenaba durante mis horas de trabajo, el tiempo se me pasaba volando, aprendía alemán y perfeccionaba mi inglés a pasos agigantados. Y eso sin contar la ubicación de la empresa: un chalet cerca del bosque, al lado de un río que en verano se convertía en un paraje de ensueño: piedras, aguas que corren, árboles de un verde intenso y caminos misteriosos alrededor… en pleno corazón de Baviera, el lugar más bello que conozco durante la época estival.

¿Significa todo aquello que era el trabajo de mi vida? Todo encajaba, de hecho es el único trabajo que recuerdo con verdadero cariño. Pero faltaba una gran parte de mí: mi creatividad, mis palabras, mi búsqueda interior, mi necesidad de realizarme y de aportar algo al mundo. En aquella empresa lo que aportaba era un beneficio para mis jefes, para los clientes… pero no sentía que aportaba verdadero valor. No estaba siendo yo. Cuando las circunstancias personales hicieron que tuviera que cambiar de país de nuevo, reconozco que lo hice con cierta nostalgia, pero algo en mí me decía que me esperaban tiempos mejores. Y lo cierto es que no me equivoqué.

En Holanda no conseguí encontrar un trabajo, pero mis ganas eran casi nulas comparadas con las que tuve en Alemania a la hora de buscar empleo. Mi vida empezaba a cambiar, muy desde dentro. Poco a poco. Leyendo, estudiando, informándome, comprendiéndome… mi deseo era hacer algo que mereciera la pena. Y abrí este blog. Primero dedicado a los Vedas. Después al desarrollo personal. Ahora al Coaching y la Inteligencia Emocional.

Esta que os cuento es la historia de cómo he llegado hasta donde estoy hoy, por qué he llegado tan tarde, qué cambios me impulsaron a ello. Si hace 5 años, mientras todavía trabajaba en la oficina en Las Rozas, alguien se hubiera acercado a mi puesto y me hubiera dicho lo que los próximos 5 años de mi vida me depararían, simplemente me reiría y no lo habría tomado en serio. Reconozco que todos estos cambios no serían posible si no fuera por una persona que ha creído en mí, esa persona con la que comparto mi vida, la que vio en mí algo que hasta ahora nadie ha sabido ver: creatividad, capacidad, inteligencia, fuerza.

Ojalá todos nosotros encontremos a esa persona: amigo, pareja, hermana, compañero o Coach… que crea en nosotros, que nos haga ver que somos capaces de más, que somos verdaderamente grandes, que podemos cambiar a mejor, que nuestra vida merece ser vivida de forma auténtica y plena. A veces nos olvidamos de ello o simplemente no nos atrevemos a más. La vida puede cambiar en cualquier momento, muchas veces cuando menos te lo esperas. Sólo hay que dejar una puerta abierta al cambio y pensar que lo mejor está por venir.

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