Por Nacho S
Desterrado de nuestro imaginario el amor romántico, nos lanzamos con ilusión a un ideal más justo y real de lo que es el amor. La cosa parecía sencilla: construir nuestras relaciones amorosas con una base más real, donde los individuos sean más independientes, donde no se apele a esos viejos ideales de eternidad, de frívolo y falso perfeccionismo estético y donde el género no marque un rol determinado.
Como no podía ser de otra forma, el frío neoliberalismo que envuelve casi cualquier faceta de nuestra vida, vio en este proceso una oportunidad de oro para seguir moldeando a su antojo a sus ciudadanos, y como tal está ejerciendo una poderosa influencia sobre esta transición.
Los mensajes que se nos lanzan desde medios de comunicación, campañas publicitarias, redes sociales, películas, series, desde la patronal o desde la todopoderosa USA en cualquiera de sus canales habituales donde ejercen su imperialismo cultural son ya una realidad absoluta en el ideario colectivo de gran parte de la sociedad.
Mensajes que propugnan que el individuo es siempre responsable absoluto de su crecimiento económico y laboral. Donde el fracaso es culpa de la persona bajo cualquier concepto. Tanto si tras sus estudios no tiene el trabajo que anhela, como si su sueldo no es suficiente para las necesidades que requiere sacar una familia adelante e incluso si no supera determinadas enfermedades. Tanto mentales como físicas. Donde si no consumes todo lo que te gustaría consumir, o mejor dicho, donde si no consumes todo lo que el constante e implacable bombardeo de necesidades ficticias te dice que debes consumir para tener una vida “plena”, “completa”, para ser “feliz” o ser una persona “de éxito”, la culpa es tuya y sólo tuya.
Resulta tristemente evidente, que este mensaje ha calado profundamente en todos los estratos de la sociedad y en todas sus facetas en menor o mayor medida. Los hechos mencionados anteriormente son ya parte de lo que consideramos normal. También los nacionalismos y su hermano bien disfrazado, el racismo cultural, están de moda en la vieja Europa, la zona del planeta más bombardeada por este ideal. Los proyectos comunes son abandonados, crece la aporofobia y las sociedades culpan a individuos, colectivos, a determinados gremios, inmigrantes o refugiados por sus fracasos, que no son otros que los fracasos del sistema.
La finalidad de todo esto es una sociedad atomizada, egoísta, sin conciencia de clase, que se siente tremendamente culpable cuando no logra algo y que ataca con crudeza a las personas que fracasan en sus proyectos vitales, que mira con recelo a aquellas que demandan una mayor eficiencia y optimización del uso de impuestos para conseguir bienes públicos comunes como una sanidad de calidad, educación o protección ciudadana frente a las amenazas financieras globales y locales.
En esta modernidad líquida, como la definió Bauman, los mercados demandan trabajadores temporales, deslocalizados, que acepten condiciones salariales límites, siempre bajo la amenaza del desempleo, temerosos de quedarse desactualizados en sus conocimientos o de haberse separado del “mundo laboral” si deciden desvincularse de él durante unos años para hacer simplemente otro proyecto personal; trabajadores a fin de cuentas más amenazados, más temerosos, que viven en una matriz estatal que cada vez les ofrece menos garantías.
Nuestra forma de relacionarnos, nuestra forma de sacar adelante una familia o de tejer nuestras relaciones interpersonales tanto de pareja como puramente amistosas se ven envueltas en todos estos cambios. Ahora somos más proclives a la desmovilización (en lo que a luchas colectivas se refiere), los núcleos familiares son más débiles, las relaciones son más frívolas, y los puentes entre personas cada vez son más frágiles.
El necesario destierro del amor romántico nos ha llevado hacia una transición en la que el sello neoliberal tiene puestas sus garras para reconducir el proceso hacia su interés. Ese voraz consumismo ha convertido el hecho de construir relaciones interpersonales en un proceso de compra. Ahora que somos (o intentamos ser) entes individuales e independientes, la desazón que a veces nos causa luchar por un colectivo, un ideal, nuestra pareja o nuestros amigos, se nos ve solucionado por un proceso de compra capitalista, en el que este paradigma que se ha construido silenciosamente en nuestra mente nos permite buscar con un frío análisis personas que vistan las ropas que buscamos, visiten los sitios que nos gusten, lleven los tatuajes que nos interesan o donde se reflejen un puñado de actividades de ocio que consideramos comunes. Con este breve screening ya tenemos suficiente para que la mente consumista elija que ese producto le es interesante para la vida que lleva en ese mismo instante. Y si las circunstancias cambian siempre podemos elegir otro producto que se adecúe más a nuestras necesidades. Porque recordemos que nosotros siempre nos merecemos algo mejor. Eso es lo que nos han enseñado. Y en este sistema capitalista, lo mejor lo quiero ahora y lo elijo ya.
Esta compulsiva forma de elegir nos conduce a una frivolidad pasmosa, a un desapego cada vez mayor a pesar de la aparente facilidad con la que se puede conseguir lo que uno supuestamente quiere.
Sabemos que el amor muy probablemente no sea para toda la vida, que todos somos seres únicos e individuales y que lo de la media naranja era un concepto de lo más bajo y deleznable, pero los caminos que el sistema nos propone hacia la diversidad afectiva han enterrado la profundidad de las relaciones y han dado una buena estocada a las redes de apoyo que nos permiten luchar contra los distintos tipos de violencia que sufrimos.
Analizar un problema normalmente es mucho más sencillo que dar con las soluciones adecuadas, pero mi propuesta se podría desgranar en varios puntos:
· El amor de usar y tirar que nos propone el neoliberalismo es una trampa.
· La atomización de la sociedad se confronta construyendo y manteniendo fuertes redes interpersonales, no convirtiendo a las personas en mercancías que palien las carencias del momento vital en que nos encontremos.
· La monogamia sana y consensuada es una forma más de relación, aunque no debería ser vista como la única. Las relaciones abiertas, no tener pareja o el poliamor son modelos igualmente válidos. Ninguno de ellos es erróneo y todos están llenos de matices, matices que los enriquecen y que siempre deben ser en pro de la satisfacción de los individuos involucrados en ellas.
· La profundidad en las relaciones es algo bueno, no algo que amenace nuestra independencia, nuestra estabilidad, ni que ponga en peligro nuestra trayectoria vital. Al contrario, nos permite experimentar una de las mejores sensaciones del ser humano como es congeniar con otra persona. Ya sea en un ámbito afectivo, amistoso, sexual, de pareja, de compañeros de lucha, familiar…
· El amor no se busca o se construye rápidamente. El amor aparece y no hay ningún problema en pasar largas épocas sin él si no surge.
· Y por último, por supuesto, tener siempre presente que el aumento de la infelicidad en la sociedad occidental se debe a un fuerte distanciamiento de la espiritualidad. Alejados de las religiones que nos daban una explicación y un bastón para caminar y náufragos en un mar de incertidumbre, desempleo, precarización y amenazas y recortes en las garantías estatales que se lograron con la lucha colectiva, somos diana fácil para la frustración, la depresión y la insatisfacción. Más aún en un sistema que nos ha enseñado que nuestro fracaso es culpa nuestra y sólo nuestra. Dadas estas circunstancias vuelvo a hacer énfasis en el cuidado y mantenimiento de las redes interpersonales. Como defensa ante estas violencias, como método de organización y resistencia y como forma de vivir y disfrutar la vida.