Qué hay detrás del mal servicio al cliente

Publicado el 13 diciembre 2023 por Alexapn @pereznova
El servicio al cliente se ha convertido de forma inexplicable, en la peor experiencia posventa, aún sobre los fallos del producto o servicio.
Por décadas se ha enseñado que la satisfacción del cliente —interno o externo— es una prioridad porque supone menos desgaste, incrementa la productividad y posiciona la marca en el mercado. De hecho, el cliente es el auténtico ‘influencer’ de la marca. Ni siquiera el marketing 5.0 ha conseguido desplazar el voz a voz, efectivo al momento de atraer y fidelizar clientes, sin las florituras e hipérboles de la publicidad que hace creer, que se puede vivir en el paraíso aunque se estén tocando las puertas del infierno.

Sin embargo, el sentido común y la teoría de la felicidad que favorecen la productividad, pierden peso progresivamente en el complejo escenario comercial moderno.


Ya forma parte de la cotidianidad experimentar el maltrato en el servicio al cliente, que entre otras cosas, comienza a asemejarse a la violencia doméstica. Basta con visualizar la escena tantas veces vista, del hombre que golpea a su pareja mientras le culpa. Y cuando esta quiere marcharse, cambia de actitud y hasta le regala flores prometiendo que no sucederá de nuevo y que todo irá a mejor, claro, si no le provoca de nuevo. Pero nunca sucede, la próxima golpiza está a la vuelta de la esquina.
Trasladando la escena al escenario comercial, resulta casi idéntica pero sin diferenciación de género y con particular énfasis, en los sectores tecnológico y financiero, dónde ya se respira la normalización del abuso emocional en la cultura corporativa.

El maltrato inicia con el interrogatorio de un asesor previamente entrenado, y que va encaminado a que el cliente reconozca su culpa. Es prácticamente un hecho que el problema lo ha ocasionado el usuario por una infinidad de motivos que este desconoce y sólo descubre al momento del reclamo.
Pero cuando no acepta la culpa y resuelve terminar con la relación comercial, el asesor de forma hábil aplica «la estrategia de desestabilización»: le reclama calma, aunque se encuentre calmado, para hacerle creer que se está excediendo y de ese modo, inocularle la idea de que la incomprensión es de su parte, no de la empresa.
Y si eso no basta, el asesor, con un notable cambio de actitud, ofrece obsequios de fidelización: más megas, otro crédito, rebaja en las tasas, etc., y por supuesto, la promesa de que todo irá a mejor. Y aunque nunca sucede, el cliente se marcha convencido de que ha ganado la batalla, porque el libreto que ha sido desarrollado con neuromarketing, es casi infalible.
La tensa, inequitativa e inestable relación comercial, se normaliza al punto que el consumidor se habitúa a vivir en un estado de ansiedad permanente. Se siente responsable de antemano por la posibilidad de algún fallo —así no esté en su mano— y que le obligue a acudir de nuevo al «servicio al cliente». Suma en negativo, la tendencia de delegar la atención en los chatbots, de dudosa utilidad.
El cliente, con los niveles de cortisona en la estratosfera esperando soluciones que rara vez llegan, decide impotente y con una resignación del todo singular, buscar en Google una solución, un testimonio que avale el sentimiento propio, o comprar un producto nuevo porque nadie responde por la garantía.
Entretanto, la empresa continúa vulnerando con total impunidad sus derechos como consumidor, porque se ha dejado seducir aceptando las condiciones abusivas impuestas bajo la premisa de «las políticas empresariales».

David y Goliat

Desde hace unos años, el cliente —todos lo somos— está siendo inducido a aceptar el juego pasivo agresivo de las empresas.
Es un juego donde se agrede de forma sistemática y humillante al cliente, apelando a su estatus social y usando el comodín de la incertidumbre. El desgaste y cansancio resultante que erosiona su criterio y voluntad, le lleva a claudicar, aceptando que no hay otro camino que pagar el precio que se le exige.
Pocos consiguen ver esta perspectiva porque el marketing, que también tiene su lado oscuro, usa estrategias poco ortodoxas como el condicionamiento operante. El cliente que no tiene poder adquisitivo para recibir el servicio VIP, acepta la anormalidad del maltrato como un castigo por ser cliente de segunda clase.
Incluso, se considera normal en marketing aplicar presión psicológica social. La categorización del cliente, —que raya en la discriminación— se subraya con filas preferenciales y otros privilegios únicamente disponibles para los clientes VIP. Entretanto, las garantías de los clientes de la categoría inferior no se respetan —muy común en las aerolíneas—porque prima el bienestar de la economía sobre el bienestar y los derechos del individuo.
La discriminación subyacente dispara el conflicto que tiene intereses específicos —usada en política—. Es así, que la repetición sistemática del conflicto por los motivos más absurdos, se ha hecho recurrente y como parte del desarrollo del proceso. Y la no resolución del mismo se encuentra dentro de las políticas comercialmente aceptadas.
Pero con el garrote también viene la zanahoria. Desde esa perspectiva, las probabilidades de pagar por obtener una solución o una respuesta, se incrementan mientras se alimenta el anhelo de reconocimiento social.
Por ejemplo, si se adquiere un servicio prepago, de antemano avisan que tiene limitaciones dando inicio al juego, poniendo en duda el statu quo del cliente, y activando en automático su deseo aspiracional.
Y si el cliente tiene una voluntad de hierro, de la nada surge un nuevo e impensable conflicto sustentado en la normalidad del proceso. Cuando reclama por una respuesta que no tendrá a corto plazo, el asesor le ofrece un plan pospago como una solución inmediata que promete menos problemas —no los elimina— pero entrega más privilegios.
Sin enterarse en qué momento perdió su criterio y voluntad, el cliente se convence de que es mejor pagar más para tener lo mejor. El asesor ya le ha hecho saber que se lo merece, mirándole a los ojos.
No es un secreto que los asesores son entrenados para prestar mayor atención y colaboración a quién está dispuesto a pagar más. Un estímulo al que responde el cliente de forma inconsciente, entrando en el juego complementario de las apariencias: demostrar que tiene poder adquisitivo para obtener los prometidos privilegios.
Basta con presionar el botón de las necesidades aspiracionales, para que el cliente acabe aceptando condiciones abusivas y normalizando la situación: siempre tengo este problema, pero necesito el servicio; o tengo que comprar de nuevo este artículo porque se ha roto.
Cada conflicto incrementa la ansiedad en el consumidor, manteniendo a flote la insatisfacción que induce a la búsqueda de la satisfacción total por el camino más rápido: pagando.
El escenario es complejo para el consumidor que cada vez se queda con menos opciones, porque el modelo económico impone las reglas por cortesía de la dependencia tecnológica, la nueva necesidad básica.

La mutación de cliente a usuario

Leí hace poco que el cliente no sabe lo que quiere. Y puede ser cierto, pero eso no implica que sea ético inducirlo a creer que el vendedor, que no le conoce de nada, sí lo sabe.
Los primeros teléfonos móviles eran tan pesados que tenían el mote de «ladrillo». Además, eran costosos y no tenían buena cobertura. Parecía que era un invento caprichoso, un esnobismo por el que muchos no apostaban. Entonces el marketing vino al rescate y nació la cultura de la inmediatez y disponibilidad —que para entonces no existía— desplazando el práctico, privado y económico bíper o localizador; el SMS de la época.
Faltaba seducir por completo a los nuevos clientes. Entonces, el servicio al cliente que se prestaba en horas hábiles, pasó a ser 7/24. Bastaba una llamada para solucionar problemas, dudas o consultas, y sin necesidad de desplazamientos. Facilitaba la vida. Un efecto sicológico que paulatinamente hizo de la telefonía móvil un artículo de primera necesidad.
En las siguientes décadas, las empresas de telefonía se destacaron por su eficaz e innovador servicio al cliente, el eje del modelo del negocio. Sin embargo, con un modelo económico que exige monetizar todo lo que se mueve y lo que no, las corporaciones, que ya venían diversificando su portafolio en tangibles e intangibles, encontraron rentable cotizar en bolsa.
Eso significa, que el valor de la empresa ya no corresponde a su valor real porque no se considera que el volumen del negocio, en ningún caso, equivale necesariamente a tener un gran valor. No repercute en el valor accionario. La medición de la valoración empresarial, se fija con factores totalmente ajenos al cliente y enfocada en los intereses de los inversores.
Con ayuda de la tecnología y de mano de los unicornios tecnológicos que cotizan en bolsa y ganan millones, aun sin resultados, el cliente dejó de ser el eje del modelo de negocio para trasmutar en un simple usuario.

Desde entonces, el servicio al cliente —deberíamos decir, al usuario— ha pasado de la excelencia a la mediocridad con mensajes pregrabados que remiten a WhatsApp, en realidad, un chatbot al que le quedan grandes las preguntas largas y se despide lamentando no ayudar.
En el mejor de los casos, se puede encontrar asesoría humana en los puntos de atención también llamados centros de experiencia. Enmarcados por largas filas de clientes malhumorados y asesores indiferentes que ya no se muestran simpáticos —el servicio ya está contratado— y que deben responder por los beneficios prometidos y las inconsistencias en la facturación y el servicio. En los últimos tiempos, también por estafas cibernéticas, donde en cualquier caso, la responsabilidad siempre será del cliente, pese al vínculo tecnología - banca que se evidencia en los delitos.
Entre tanto, las empresas tecnológicas y financieras que cotizan en bolsa, usan la base de datos de clientes para promocionar a través de los SMS, sus negocios alternos, entre los que se cuentan eventos artísticos, y nuevos productos y servicios. El gancho es el derecho a un descuento por ser cliente. En realidad, el producto vaca lechera: una fuente interminable de ingresos porque con una mínima inversión —aportada por el consumidor al adquirir el producto o servicio— generan gran liquidez.

Y David vence a Goliat

La economía es parte integral de la existencia humana, está en el ADN. Crear, diseñar, innovar y toda actividad que sustente a la sociedad, nos hace productores y consumidores. No hay manera de desligarnos individualmente de la problemática, para endosar la responsabilidad exclusivamente en las empresas.
Incluso, apelar a nuevas leyes de protección de mercado, —siempre insuficientes— o escuchar las corrientes extremistas que reclaman arrasar con todo en pos de la imposición de un modelo «única solución al desastre», resulta poco práctico y realista. Por el contrario, se ahonda en la crisis porque nadie está preparado para quedarse con las manos vacías de la noche a la mañana, y sí representa un retroceso a cualquier avance que seguro se ha obtenido con el sacrificio de otros. Es un tema de sentido común.
Partamos de la premisa que todo es susceptible de mejorarse y transformarse, pero se necesita disposición para que la apatía por desgaste y cansancio, no siga llevando la batuta de la economía.
Es urgente replantear como individuos los hábitos de consumo. Ahora más que nunca, que el cambio climático ha prendido las alarmas. También la inseguridad y el desempleo que se han incrementado desde la pandemia.
Cambiar el paradigma modificando las prácticas comerciales para equilibrar la balanza de la economía y detener el vertiginoso ascenso de la desigualdad promovida por el modelo económico, es posible aunque se presente como un desafío de proporciones titánicas. El bombardeo de una narrativa conductiva de lo que debería ser o no, y la presión social promovida en las redes sociales, es inclemente.
Sin embargo, la pandemia ha demostrado que las acciones individuales tienen peso si se realizan de forma inteligente, incluso para detener el avance del lado oscuro de la globalización.

La clave está en el conocimiento: qué y cómo se consume y se produce

Encausar el mercado evaluando las prácticas comerciales y domésticas es un primer paso. Todo es susceptible de replantearse, incluso las necesidades que consideramos prioritarias, como obtener un crédito para crecer.
Si consideramos de forma neutra las altas tasas de los créditos, y sumamos el estrés por la presión de factores inesperados propios de un mercado inestable y volátil como el actual, encontraremos válidas alternativas como la economía circular, la compartida, incluso el trueque, y que pueden resultar útiles para emprender o hacer crecer el negocio con una mínima inversión.
La oferta educativa es otro rublo que se suma al modelo económico, y que ha impuesto la idoneidad laboral basada en los intereses que impulsan el consumismo a toda costa. Y aunque la preparación es importante, la actitud lo es más. Un sinnúmero de personas con habilidades increíbles pero sin los pergaminos que exige el modelo económico, esperan una oportunidad para contribuir de forma práctica —no sólo teórica— al crecimiento de las empresas. Existen ejemplos memorables al respecto.
Las tarjetas de crédito son un ejemplo de necesidad impuesta por condicionamiento social: abrir la billetera y extender la tarjeta como símbolo de poder adquisitivo.
Su utilidad en el ámbito empresarial no tiene discusión. Pero luego de la pandemia, se ha demostrado la poca conveniencia de las tarjetas domésticas, por su gran capacidad de reproducir deudas impagables. Los intereses se duplicaron luego de los supuestos alivios pospandemia ofrecidos por la banca y por compras que no requerían su uso.
Evaluar las necesidades tecnológicas permite descubrir si el servicio es rentable, productivo o idóneo.
La oferta de internet de alta velocidad, —que no lo es tanto— resulta irresistible. Y todavía más cuando se apela al esparcimiento, la utilidad y el alcance en una oferta imperdible: Televisión, Cable y telefonía por un mismo precio. Sin embargo, la oferta no llena las expectativas.
La televisión es de mala calidad. Decenas de canales con pésima programación y repeticiones infinitas, que dejan al usuario a merced del ‘zapping’ —cambiar canales de forma constante—. La insatisfacción y el aburrimiento, motivan al usuario a pagar por canales exclusivos de deporte, series o películas, que se pueden ver en dispositivos de alta definición que de forma conveniente también financian.
El fuerte de la oferta es la fribra. Ofrecen una cantidad abrumadora de megas que nunca alcanzan la velocidad prometida. Basta leer con detenimiento el apartado: «Aplican condiciones*» y escuchar el concepto de un técnico, para entender por qué no es posible la súper velocidad.
Por otro lado, su alcance queda en entredicho, cuando se necesita un repetidor o trucos caseros para que la señal del Router llegue a toda la casa. Y con todo, la publicidad deja ver chicos emocionados haciendo los deberes y personas sonrientes mientras trabajan con la súper velocidad, aunque los reclamos por lentitud y caída del servicio sean la constante.
Y la telefonía fija no aporta ningún plus al paquete. Nadie la usa porque ahora todos tienen un teléfono móvil y casi nadie permanece en casa.
Asegurar lo asegurable. Los seguros son idóneos para situaciones de alto riesgo. Pero del amplísimo portafolio que ofrece el sector financiero, —más de 30— un alto porcentaje carece de utilidad práctica.
Las aseguradoras en alianza con los bancos, ponen sobre la mesa un montón de posibilidades de lo que puede ir mal y que estadísticamente rara vez sucede. Pero reactivar el miedo primitivo aumenta las ventas. Únicamente al momento de reclamar por el siniestro, se conoce su verdadera utilidad, claro, si la aseguradora falla en favor del cliente. Por lo general, hay una «clausulilla» que omitieron al momento de la venta.
En el caso de los seguros de salud, prometen entregar todo aquello que la seguridad social parece entregar a medias. Pero contratar un seguro requiere estar afiliado a la seguridad social. Una paradoja. Y los beneficios dependen del plan elegido que específica qué puede o no contener, con adiciones que tienen un valor extra.
El problema es que de ese modo se fomenta la baja calidad de la sanidad pública, y proliferan las costosas prepagadas y seguros médicos sin beneficios tangibles. Es el caso de alguien que quiso usar un seguro para consultar con un especialista vía telefónica, un beneficio de su plan. La respuesta, que no fue de un profesional de la salud, resultó ser de Wikipedia.
El seguro contra robos cibernéticos que ofrece la banca no es práctico ni funcional. Exime a la entidad financiera del compromiso contractual de velar por la seguridad de los ahorros del cliente, en todo sentido. Está claro, el dinero está en el banco no en la casa del cliente.
La ciberdelincuencia conoce las falencias, y sabe que con seguro o sin este, la entidad bancaria no suele resolver en favor del cliente. Por tanto, cuando la banca se desliga de su responsabilidad contractual aduciendo la falta de un seguro, deja en total vulnerabilidad al cliente. De hecho, las quejas por entidades bancarias que no responden, aun con seguro, aumentan cada día. Se limitan a enviar correos con «consejos de seguridad», recordando al cliente que la seguridad es su responsabilidad, aunque debe ser compartida y de forma equitativa.

No importa el tamaño de la empresa, importa su impacto en la sociedad.

Los impuestos y las obligaciones, empujan a considerar válido pagar en negro, o bajar la calidad del producto o servicio. Pero las acciones desesperadas favorecen a las corporaciones que sí tienen músculo económico.
Por tanto, es prudente mantener el abanico de opciones siempre abierto, en particular, las colaborativas. Se pueden crear sinergias interesantes para resultados a gran escala, y que resultan en una alternativa que desestimula la competencia desleal e impulsa la pyme.
Usar todo lo que los grandes desechan. La calidad del servicio al cliente favorece el voz a voz que no tiene perdida. Se implementa solo y provee un feedback valioso para la innovación y útil en las crisis: el efecto colateral se minimiza y se hace manejable.
El conocimiento no solo es poder, también evita el estrés por el mal servicio y permite poner precedentes con fundamento.
David venció a Goliat con una pequeña piedra. Si se lanzan muchas pequeñas piedras, pequeñas acciones individuales, se puede conseguir el efecto mariposa: contribuir a frenar el cambio climático, terminar con los abusos al consumidor, y conseguir que la oferta de quienes clasifican a Goliat, se adapte a las auténticas necesidades sociales para un comercio justo, donde no se impongan las necesidades y condiciones al cliente.